sábado, 10 de septiembre de 2011

LA DAMA DE CRISTAL

La historia de La dama de cristal es vasta, cargada de acontecimientos, al punto que el autor debió idear la redacción de un diario personal que escribe la protagonista, Eleonora Pla, y que salpica la novela del principio al fin, por temor a que la vorágine de situaciones devorase al personaje y lo diluyese en el entretejido del relato. De esta manera se buscó una atmósfera de calidez y de intimidad entre el personaje y el lector que difícilmente se hubiese logrado sin este recurso. Eleonora, mujer de unos veinticinco años, decide de pronto abandonar su cómodo y pulcro destino de clase media en Buenos Aires y se inscribe como maestra en un pueblito enclavado en el desierto de la Patagonia central, a mitad de camino entre los Andes y el Atlántico, paraje de extrema pobreza y desolación que servirá de marco para su crecimiento individual y para una amistad que nace entre ella y otra maestra, quienes, junto a un hombre también dedicado a la enseñanza en el mismo establecimiento, constituyen el grupo de educadores de la única escuela de la región en 140 kilómetros a la redonda. La entrañable amistad entre estas dos mujeres domina el primer capítulo de la novela. El pueblo se llama Campogrande en la ficción, aunque existe en la realidad de la geografía argentina con otro nombre. Conflictos personales, autocríticas y un ansia de crecimiento la conducen a la arena política y consigue desplazar de la intendencia a un viejo caudillo peronista, corrupto y autoritario, con la secuela de amenazas, atentados y todo tipo de maniobras para sostenerse en el poder. A través de una serie de extensos avatares políticos, regresa a Buenos Aires, luego de catorce años de permanencia en Campogrande, transformada en senadora por su provincia.
Una carpeta llega de manera misteriosa a su despacho, con un minucioso informe sobre funcionarios, parlamentarios, ministros, concejales, gobernadores y, principalmente, sobre Belisario Montesinos, presidente de la república, y su relación con las empresas que financiaron las campañas, partidas presupuestarias desviadas hacia regiones resbaladizas, créditos, lavado de dinero, testaferros, infidelidades, narcodólares, tráfico de influencias, contratos sombríos, aduanas, etc. A partir de allí, comienza una campaña de denuncias contra el presidente y logra formar una comisión bicameral de investigaciones que culminará en un juicio político. Suponer que en Latinoamérica un presidente puede caer por corrupción sería por demás ingenuo, y alcanza a percibir los verdaderos intereses que se escurren tras la actividad que ella misma protagoniza como presidenta de la comisión. Finalmente, Montesinos es destituido y remplazado por el vicepresidente, José María Rubens. En un diálogo aparte entre Rubens y Eleonora, queda claro que ha sido él quien enviara aquel informe con el propósito de encaramarse en el poder, sostenido por una poderosa intervención de las empresas transnacionales. Para garantizarse la estabilidad de su mandato, ha colocado a la peligrosa figura de Eleonora en la presidencia del senado, es decir, la siguiente en la línea de sucesión presidencial. Nadie se atreverá a tocarlo, pero un hecho fortuito, la caída del helicóptero en el que viaja, coloca a Eleonora como presidenta provisional de la república. Lejos de aceptarse como ave de paso, comienza a tomar medidas de fondo, de fuerte contenido social y nacionalismo económico, provocando una convulsión que, entre las medidas de su gobierno y los intereses que se le oponen, conducen al país a una situación de caos y de desbordes ideológicos. No es Eleonora una heroína, en el sentido tradicional del término, ni su gobierno una propuesta de destino. El autor buscó envestirla de debilidades, caprichos, errores y contradicciones, de cierta personalidad melancólica y hasta hipocondríaca, es decir, lo más cercana posible a un ser humano. Su mandato es autoritario y por momentos despótico, crea una cuerpo paramilitar, las brigadas revolucionarias, establece el estado de excepción, disuelve el parlamento y adopta una serie de medidas que arrastran al país a la guerra.
Los acontecimientos sobre la guerra civil, además de la estadía de Eleonora en Campogrande, quizá figuren entre lo más expresivo y logrado de la novela, junto al personaje central, firmemente caracterizado, consecuencia, tal vez, de la formación teatral del autor.
Hay una metáfora que recorre el texto de extremo a extremo, el antagonismo del personaje con su propia imagen, el doble representado en el espejo -todos los epígrafes al comienzo de cada capítulo hacen alusión a los espejos-, donde se materializa un problema de identidad de la protagonista, tema que más tarde se traslada al conflicto de identidad de toda una nación y que tiene como punto de partida el propio título de la novela: La dama de cristal.
Esta novela obtuvo, en La Habana, el premio Casa de las Américas 1999, y el jurado fundamentó su fallo en estas consideraciones: “Por constituir un decisivo aporte a la narrativa de nuestros países, a través de una trama y personaje femenino central que constituye una vasta metáfora de Latinoamérica y de los conflictos, traumas y esperanzas de sociedades que en este fin de milenio no logran aún encontrar los signos de su porvenir.”
El autor se permitió redactar esta historia con algunas búsquedas formales, la frecuente ruptura del tiempo, el lenguaje coloquial ensamblado con el narrativo, los saltos constantes entre la primera, la tercera y la segunda personas, sobre todo esta última, con esa íntima comunicación entre el narrador y su personaje.




LA DAMA DE CRISTAL



EL COMIENZO

LA SEÑORA

LA GUERRA

EL FIN







EL COMIENZO




Alguien está preso
aquí en este frío
lúcido recinto
dédalo de espejos.
Alguien al que imito.
Si se va, me alejo.
Si regresa, vuelvo.
Si duerme, sueño.
-”¿Eres tú?” me digo...

Pero no contesto.
Jaime Torres Bodet
1
Es una sensación especial la que tengo al quedarme aquí, solo, empequeñecido por estos recintos. El ministro del interior y el secretario de hacienda se han retirado por fin. Pero no puedo hablar de soledad. Es apenas un epílogo de casi todas las tardes que poco a poco se convierte en hábito, algo que se ha ido repitiendo día tras día durante las últimas semanas, ceremonia a la que me abandono sin resistencia, por ahora. Debo admitir cierto asombro al dejarme absorber por un rito de esta manera, aunque sólo se trate de unos minutos, media hora tal vez, y reconozco que no es mi costumbre permitirme esta clase de actitudes. Quien me observase, podría suponer que se trata de una pérdida de tiempo, y tendría razón. No obstante me siento atado a este lugar por fuerzas invisibles. No sé cómo llamarlas, cómo definirlas: pensar en estos años aquí, todos juntos. O simplemente la tristeza de recordarla.
El despacho presidencial se conserva tal cual. He dado órdenes al respecto, no tocar nada, no cambiar ningún objeto de lugar. Una repasada de vez en cuando para impedir que el polvo se acumule.
Sólo dos meses y medio y esto se asemeja a un museo, un edificio sin vida donde el eco de los pasos rebota con impunidad en los pasillos, donde pareciera que las columnas se hubiesen elevado, empujando los cielorrasos, donde los mármoles se han enfriado hasta transformarse en lápidas. Incluso los papeles sobre el escritorio han quedado como ella los dejó, y así todas las cosas, las carpetas en las vitrinas, la disposición de los muebles, los formularios oficiales, los cajones bajo llave, el cortinado semicorrido que apenas permite el paso de la luz cuando el sol pega durante la tarde. A pesar de los ventanales clausurados, algo de ruido proveniente de la calle logra filtrarse, voces que suben desde la vereda mutadas en lenguaje irreconocible, bocinas, silbatos esporádicos que advierten a los conductores sobre su presencia demasiado cercana al vallado, el ronquido de una ciudad que se desplaza lenta­mente del centro a las afueras, el bullicio de los pájaros que se preparan para la noche. Y ese ruido no hace más que agudizar el silencio que hay aquí, densificarlo, tornarlo irrespirable. Sin embargo me pregunto por qué prefiero quedarme cuando todos se han ido, qué extraña comunión he hecho con estas habitaciones, qué puede atraerme de esta penumbra, del olor a encierro.
No hay retratos suyos en el despacho. No los hubo nunca. Se mantiene el de la antesala, uno de los menos afortunados, con esa media sonrisa híbrida y formal, pero que conserva algo indestructible: la convicción llevada a límites de fanatismo por un lado, y por otro esa soledad total y aterradora que sólo he sentido mirando el cielo de una noche despejada. Es inútil, creo que nunca podré entender cómo es posible que alguien contenga esa contradicción entre la fe y el desamparo, y sobrevivir con ella. Pero ahí están sus ojos, diciéndonos lo indecible, burlándose de nuestra lógica, revelándonos la existencia de misterios clausurados, inexpugnables.
No me es fácil saber lo que siento mientras hojeo estos apuntes, estos momentos escogidos, a veces melancólicos, rara vez eufóricos, a veces distraídos como si se hubiesen deslizado por casualidad, o rígidos y severos, iguales a la imagen que quiso mostrar al mundo, y que el mundo creyó. No, no me resulta fácil, aunque podría asegurar que hay en estas páginas un fantasma que merodea entre hoja y hoja tratando de gritarnos qué, de llegar hasta nosotros tal vez, y de revelarnos un mensaje que deberé descifrar con paciencia.
Mientras tanto, los sentimientos persisten en un estado que impide poner orden en mis ideas, ubicarlas, detenerlas para que me expliquen lo que ha ocurrido, que la realidad se vuelva cristalina y visible. Hasta puedo percibir el perfume en el aire, escuchar el rumoreo de los pasos, observar el movimiento de su pecho en la respiración, saborear cada una de las horas, cada minuto de su presencia aquí, en estos lugares tantas veces ocupados por gobernantes ineptos y estadistas mediocres, esos espíritus para quienes presidir no fue un acto de conciencia sino de atrevimiento.
Me he preguntado si tengo derecho a retrasar estos escritos, a no revelar su existencia por el momento. Y al tratar de contestarme he descubierto que el derecho ya no importa. No hay ley natural ni humana que pueda darme la respuesta. Admito un recurso casi desesperado por retenerla, preservar algo genuino, aunque sólo se trate del fantasma entre la hojas, ese espectro que he intentado guardar de los demás, como si eso lo hiciese mío. Pero lo que sí importa, supongo, es esta nueva sensación de desamparo, de orfandad colectiva vivida desde mí. Reconozco que la rechazo sin considerar indigno al prójimo, sin negarle la posibilidad del dolor ni el deber de cierta desesperanza. Hay quienes aseguran que permitirlo generaría una catástrofe, el desmoronamiento de un edificio construido con tanta paciencia, ladrillo por ladrillo. No lo creo. Y si no he revelado la verdad ni he dado a luz estos escritos, no ha sido por respeto a ese supuesto, ni siquiera a la revolución, mucho menos por respeto a una vida que he arriesgado en situaciones más generosas, sino por compartir con unos pocos esta ilusión, el espejismo de su presencia, sentir en este secreto el privilegio de la locura.
Hojear el manuscrito, leerlo con lentitud, releerlo cuantas veces se me ocurra, pasar los dedos por la aspereza del papel, retroceder, volver a principiar. Algo de ella permanece aquí, hablándome desde otro lugar, con una voz distinta, que nunca había escuchado, una voz desconocida y sin embargo previsible, párrafos interiores que desaparecen y vuelven a aparecer, tomándome por sorpresa, desconcertándome, cayendo en lugares comunes, mezclando mundos oníricos y acciones de gobierno. Me pregunto si estará aquí o es éste otro de sus juegos, otra máscara de su rostro ambiguo.
Hace frío. No recuerdo a quién escuché decir que el servicio central funciona sólo por las mañanas, lo suficiente como para entibiar las paredes, como para disimular, apenas, la crudeza de este invierno que amenaza extenderse hasta octubre. Parecido a los de antes, alegamos aquellos cuya memoria puede remontarse hasta esos años.
Pero no es por eso que estoy aquí. Por momentos, hasta los recuerdos me repugnan. Es un dejarme arrastrar por la inercia, abandonarme a una suerte cualquiera. Tampoco me esfuerzo por esclarecer ningún misterio ni intento explicar nada. Es algo parecido a la convalecencia, un sopor que no encuentra resistencias, los músculos reblandecidos, insensible al dolor, a lo que vendrá. A la esperanza, que en algunas circunstancias es el más estéril de los sentimientos. A veces las imágenes me abruman, tomándome desprevenido, golpeándome desde las horas felices. Me saben desnudo, sin defensas, sin un soplo de energía para oponerles. Juegan conmigo a su voluntad como si el pasado fuese lo único que valiese la pena, y yo, qué puedo hacer, me entrego para que me lleven de un lado a otro con esa impotencia que a fuerza de repetirse se torna agradable.
Me han llamado la atención al menos un par de veces, y motivos no faltan, claro. Ya bastante sorpresa ha causado entre el personal que la presidenta venga sólo por las mañanas y ocupe el despacho de arriba, más pequeño y, es cierto, más acogedor. Pero así están dadas las condiciones y el hecho de que se haya tenido que habilitar una recepción en Olivos no me parece una idea inadecuada, como varios lo han asegurado. Ni siquiera es la primera vez que se gobierna desde la residencia presidencial. Para ser sincero, más no se puede exigir.
En realidad la llamada de atención fue apenas una sugerencia, por lo menos en términos formales. El coronel Olargoitía apunta a un futuro brillante y conoce la manera de decir algo que cree importante como si fuese un comentario al margen. Hasta podría considerarlo un amigo de no ser por su exacerbado sentido de la responsabilidad y de un profesionalismo que pone distancia con todos y con todo. Aunque hoy estuvo comunicativo y de buen humor. Creo que por primera vez coincide con Palma. Nunca habían podido superar su mutua animosidad desde que Olargoitía propuso disolver las brigadas, transformándolas en un cuerpo lírico para la cosecha en los viñedos y para baldear hospitales. La alma máter de la insurrección mutada en un cuerpo de boys scouts. Fue cuando su talento de estratega sufrió su primer, y es posible que único, traspié. No voy a olvidar esa sonrisa cuando se le dijo que las brigadas no sólo estaban mejor organizadas que el ejército regular sino que ya eran todo un símbolo. Qué podían importarle los símbolos a alguien con el sentido de la practicidad de Olargoitía. Pero se trata de lo que se ha dado en llamar un hombre noble. Supongo que terminó por comprender.
Y hoy él mismo lanzó la idea de reequipar un sector de las brigadas con armamento nuevo. Qué distancia. A veces creo que únicamente yo intuyo las causas de estos cambios, y otras tengo la sospecha de que entre nosotros existe un acuerdo sobreentendido para callar. No es sencillo admitir el miedo. Y no puede ser otra cosa que miedo ese muestrario de convicciones firmes y actitudes resueltas que he podido observar durante las últimas semanas. Parece que hay ahora un universo que descansa sobre nosotros, una historia por escribirse que recordarán nuestros hijos, nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos.
De a poco, empiezo a comprender su soledad, el fondo de esa mirada que uno, por ingenuidad, atribuye a un rasgo del carácter. Y qué otra cosa puede existir para quien arrastra de la mano el destino de millones. Algo de inmoral dueño del mundo y niño desamparado debe haber en una mirada como ésa. Desde qué otra perspectiva puede observarse de este lado de la ventana lo que con tanta audacia llamamos realidad. Cómo es posible tolerar el poder cuando es un refugio y una distancia ante el rechazo, la crítica, la aceptación, el vínculo con los aliados, la relación con los enemigos. No creo que exista nadie sobre la tierra que, desde el poder y en cada momento de su vida, no tenga esa íntima sensación de estar a un paso del abismo. Debe de ser la prueba crucial en un gobernante, sostenerse a pesar del mundo que se derrumba o de la victoria que enceguece. Y si hay un aspecto que debo reconocerle es que nunca se permitió públicamente ni la depresión ni la euforia. Tal vez un signo dudoso para los tiempos que corren.

2
La garrafa con la pantalla al rojo acompaña los movimientos del ómnibus de manera imperturbable. Luego de cuatro horas de viaje deduce que es posible que esté sujeta al asiento del conductor, sofocando a los de adelante, como la anciana junto a ella que al salir de Trelew llevaba dos suéteres, una bufanda envolviendo el cuello en doble vuelta, el poncho cubriéndolo todo. Ya en el asiento, una frazada le cobijó las piernas y derramó sus flecos por el piso. Apenas el conductor encendió la estufa, la anciana fue despojándose del ropaje hasta terminar en una blusa arremangada. Piensa que los de atrás deben de conservar sus abrigos, es difícil que el calor llegue al fondo. Pero el rojo de la pantalla no sólo es punto de referencia, sino que una tibieza soñolienta ha alcanzado, incluso, la última fila de asientos. La estufa también absorbe la atención de los que no han podido atrapar el sueño y que permanecen con los ojos clavados en ella como en el péndulo de un ilusionista, observándola durante horas.
Pero a veces su mirada está más allá, merodea, pretende nuevos detalles del paisaje, levanta la cabeza por sobre el asiento de adelante, incursiona en las luces del ómnibus que se traga al camino, o el camino que se traga al ómnibus, quién sabe, las cubiertas producen un sonido extraño con el ripio, todo es asombroso, los ruidos, las luces, el conductor con la garrafa sujeta al respaldo. En qué mundo te estás metiendo, que te arrastra, te devora, te abandona a la fuerza de gravedad en el deslizamiento por una pendiente.
Y así serán las cosas en estos lugares inhóspitos, aislados, al margen de todo lo conocido. En la medida que el ómnibus y las horas avanzan, un universo destruye, paso a paso, parte de su historia, así, sin apuro y sin retorno, con la persistencia del oleaje que golpea una y otra vez el acantilado. Es la noche voraz. Voraz y paciente.
Y al reconocerlo quisiera mezclarse con los demás, fundir su historia, ampararse en aquellas gentes que también viajarán a Campogrande, o quizá a los pueblos siguientes, unos pocos arribarán a Esquel. Cuánto le llevará convertirlos en su prójimo, en levantar esa minuciosa obra de ingeniería que descubra o fabrique las cosas en común, que construya los puentes con unos y con otros. ¿Será eso posible? Tal vez deba despojarse, arrancarse los modos, las costumbres, aparecer desnuda como en la Creación, el principio de todo. Algo sube desde el estómago y queda atascado en la garganta. El pecho se sacude con las palpitaciones. No es algo frecuente, tres o cuatro veces en la vida. Es apenas un resto de sabiduría que le señala las circunstancias extremas, cuando los caminos se bifurcan y no hay más remedio que elegir por uno o por otro, como si en ese instante tuviese la posibilidad de regresar, de rehacer las horas, de transformarlas. Sonríe. Si este mismo ómnibus tragándose la noche es un viaje al pasado, donde no existen las comunicaciones, ni energía eléctrica, ni asfalto, ni veredas de baldosas flojas, un mundo ordenado por leyes naturales, justas o injustas, pero siempre atadas a la tierra.
Y por algo se habría ido la otra maestra, un traslado infrecuente, a mitad de año, y que debe realizar con el apremio de una situación ya de por sí enrarecida: sólo quedaron dos de los tres maestros con que se cubren todos los grados de la única escuela en ciento sesenta kilómetros a la redonda.
Frota el vidrio empañado y la transparencia se proyecta en gotas que alcanzan el borde inferior de la ventanilla. Tal vez mañana o pasado la luna se complete. La luminosidad es intensa sobre la planicie. Esfuerza la vista. No es nieve lo que cubre el erial sino la helada, una fina capa de escarcha que no parece tener límites. No hay un árbol en el horizonte, ni siquiera grupos de matorrales, sólo la escarcha y el viento apretando los pajonales, los calafates que ruedan y ruedan apurados, como quien llega tarde a una cita.
Por instantes la pantalla parpadea, amenaza apagarse con los movimientos del ómnibus. El conductor no logra disimular el esfuerzo sobre ese camino de ripio, ladeándose para un lado y para otro, tocando a veces la banquina no del todo definida, tierra de nadie entre la ruta y el desierto. ¿Por qué darnos por contentos? -es la pregunta que rompe el hielo entre ella y la anciana, paredón infranqueable desde que partieron de Trelew y que ha intentado vulnerar una y otra vez sin resultado. ¡Ah!, y lo pregunta... ¡Esto e un lujo! En el que vine yo hace tresemana atrá no tenía vidrio en el frente y noj tuvimos que aguantá el viento y el frío que venía de delante y se metía tal fondo, y todo nosotro arropao con lo que teníamo, si apenita noj alcanzaba las cosa que trajimo, y así too el viaje ta Campogrande.
Y aquel viaje debía de estar bien presente en el recuerdo del conductor a juzgar por el flamante protector contra el ripio que cuadricula el camino a través del entretejido de alambre y por los dedos apoyándose en un ángulo del parabrisas cuando el único vehículo cruzó en sentido contrario durante aquellas cuatro horas invernales. Hubiese preferido un viaje diurno, pero al preguntarle al empleado de la boletería sobre los horarios, descubrió la sonrisa desdentada: sale uno cada martes y viernes.
Por momentos siente ganas de dormir, de cerrar los ojos y dejarse arrullar por el ruido del motor. Pero insiste en no perderse nada, la luna casi completa, las constelaciones que le han dicho se ven como en ningún otro lugar, la planicie que se parece a una capa de nieve sucia, oscuros promontorios que cree ver a lo lejos, cuando desaparece una porción del firmamento. ¿Serán las mesetas?, todo aquello que ha visto en las enciclopedias y en los textos de geografía. Dicen también que puede verse a los ñandúes corriendo a través de cientos de kilómetros sin alamabrada, no porque los campos no tengan dueño sino porque tienen uno. La inmensidad, apenas un detalle, con el viento que la azota diez meses al año, la bóveda con sus millones de estrellas, sus planetas y sus luces fugaces, distancias medidas en leguas, el desierto encerrado entre el mar y las montañas, los feudos bañados de ovejas, el infinito por donde se mire... ¿hará a los espíritus más amplios o más pequeños? El cansancio sigue seduciéndola. Se revuelve en el asiento, observa a la anciana que permanece con los párpados entrecerrados, aunque la percibe despierta. Es una tontería. El sueño también está cargado de sensaciones, se abandona al calor que la adormece por fin, las manos agarradas una a la otra se aflojan, caen sobre los muslos, y por qué necesito justificarme, buscar razones hasta en los pensamientos más insignificantes. Siempre lo mismo, amordazada por la conciencia.
El movimiento del ómnibus la mece con un vaivén irregular, el murmullo de los paisanos que hablan en voz baja es el cuento de las buenas noches, tengo que irme, pero por qué -le preguntan. No sé. La anciana voltea la cabeza y se queda mirando ese perfil semioculto, enrojecido entre sombra y sombra por la luz de la estufa, qué hace aquí, con su piel blanca, sus modos elegantes, esa educación de ciudad. Cada cosa en su lugar. Se lo han enseñado padres y abuelos y ella lo ha enseñado a hijos y a nietos. Nunca habla con estas gentes sin tratar de ver lo que se traen escondido lo único que te pedimos es que nos des un motivo, aunque sea uno solo.
El conductor mira cada tanto al pasaje por el espejo retrovisor. Ellos son algo parecido a una familia. Los ha llevado decenas de veces. Conoce sus nombres, sus lazos familiares, la ubicación de sus chacras, su miseria y hasta algunas anécdotas de sus vidas. Los levanta y los deja a lo largo de una línea que va de la costa a la cordillera, les pone cada tres cuarto de hora el radiomensaje con su carga de recados y de objetos perdidos. ¿Estás enojada con nosotros? ¿Te hemos hecho algo? Por eso, porque los conoce, es que de tanto en tanto fija la mirada en esa mujer sentada en el segundo asiento del lado de la ventanilla, que viaja por primera vez y que subió en Trelew, no con un boleto a Esquel, como suponía, sino a Campogrande. ¿Tendrá parientes allí? ¿Irá por negocios, por la escuela? ¿Al establecimiento de los Newman? Tuvo ganas de preguntárselo, pero la mujer no lo miró y se dedicó a buscar el asiento apenas subió no es nada que pueda explicar, lo único que sé es que necesito irme. De vez en cuando, con un trapo desempaña el parabrisas. Vuelve a levantar la mirada hacia el espejo retrovisor. La mujer duerme ahora, o por lo menos eso parece. Doña Josefina la mira con desenfado, no como antes que se pusiesen a charlar, que lo hacía de reojo, cuando creía que la mujer estaba distraída. De qué tanto interés en la ventanilla si no puede verse nada. Raro lo de doña Josefina que nunca habla si acá vas a estar mucho mejor, no sabés cuántas andan buscando un puesto como ése en la Normal, y ahora que te lo conseguimos después de mover medio mundo, te vas a una escuelita perdida en el desierto, a buscar qué. Bastó que se lo dijese para que la anciana le tomase algo de confianza. No es fácil, sobre todo viniendo de tan lejos. Me parece que la otra no si pudo acostumbrá al viento, lo que má le molestaba, y eso qu'era de por aquí. Venía de Gaiman, creo. Ahora que la ve dormir, el conductor acude más seguido al retrovisor. Después de una mirada fugaz por los pasajeros, sus ojos se detienen de nuevo en ella, atraídos contra su voluntad. Se siente molesto por no permitírselo. Qué le impide verla con impunidad, como a cualquiera. Aprieta el acelerador y el motor ruge. Al final vamos a pensar que lo hacés por capricho, para amargarnos la vida.
No sabe si durmió o si dormitó, si fueron sueños o pensamientos que se disolvían y reaparecían en la oscuridad. Tampoco en qué momento se interrumpió la charla con la anciana. Su reloj marca las seis y veinte cuando siente que el ómnibus disminuye la velocidad, enciende las luces interiores y se hamaca antes de detenerse. No ha despuntado todavía. A lo lejos, o encerrado en un depósito, alcanza a escucharse el toz toz de un motor, fuente de energía, tal vez puesto en funcionamiento para recibirlos. La única luz del exterior es un gran foco que lastima los ojos casi desde el vértice de un techo a doble agua. Es el techo de un almacén de ramos generales. La ráfaga de viento helado la comprime en el asiento. Casi un cuarto de los pasajeros desciende en Campogrande, entre ellos la anciana. Los deja pasar. Luego el suelo la recibe con esa consistencia indefinible, pedregullo o escarcha, que se quiebra bajo los pies. Tendrá los miembros entumecidos o será el golpe de frío que tiende a paralizarla, porque su primera sensación es resbaladiza y debe dejar de frotarse los brazos para apoyarse en la puerta del ómnibus que ha quedado abierta, mientras el conductor se ocupa de las portezuelas laterales y empieza a seleccionar y a sacar bultos. Durante el camino se preguntó si habría alguien esperándola, pero sólo la rodean aquellos que viajaron con ella, en un tumulto de bolsos y viejas valijas de cuero y jaulas con gallinas y hasta un cerdo pequeño en un cajón de frutas, obstinado en asomar el hocico entre las tablillas. Y pareciera que la soledad se acentuase con el viento y con el silbido del viento, que el frío quemase la carne, que chamuscase la piel, encogiéndola, arrugándola. Observa aquellos rostros, sufridos y avejentados de prisa, con la muerte abriéndose paso antes de lo pactado.
Pregunta por la escuela y la anciana le señala una de las seis construcciones de material del pueblo que no es pueblo sino poblado, un conjunto de casuchas y ranchos agrupados a lo largo de la ruta que hace las veces de calle principal y única, unas cuarenta más o menos, y que según las estadísticas de varios años atrás deben de contener algo así como cuatrocientas almas, contando los alrededores, por supuesto. Y decir alrededores es mucho decir en esa región donde Campogrande no sólo es cabecera de departamento, con intendente incluido, sino que hasta figura en los mapas internacionales que no tienen qué poner en ese vacío enorme, a no ser un punto y un nombre, como si la civilización se hubiese empecinado en imprimir un sello.
La gente se dispersa, desaparece en la oscuridad, y ella queda con la sensación de que se han esfumado, que la noche los ha deglutido. El ómnibus acaba de irse, luego de una indisimulada mirada del conductor. Permanece así por unos segundos, aterida, con los bártulos a sus pies, con el tiempo que se ha detenido, el universo entero reducido a ese cono de luz que cae sobre ella con alevosía y al toz toz persistente, monocorde, que podría adormecer a un condenado al patíbulo. Tarda en desentumecerse, qué hago aquí, qué he venido a buscar en este lugar olvidado de los ojos de Dios, es increíble. Se coloca la mochila, el bolso bajo el brazo y una valija en cada mano. Un espantapájaros que cobra vida y que trata de mantener el equilibrio sobre el pedregal húmedo y redondo.
Duda antes de golpear. Los sonidos vuelven a ella como un búmeran, demasiado violentos, artificiales. Atiende una mujer que apenas asoma el costado de la cabeza desaliñada y que parece reconocerla, usté ha de ser el remplazo, pase pase, ante el viento que empuja la puerta y arremete contra algunos cacharros que caen al suelo de la cocina en medio de una sinfonía latosa. Está bien, no te molestes cuando pretende ayudarla con los bártulos. Y una vez dentro la mujer le dice mi nombre es Hilda, ofreciéndole la mano decidida y con resabios de olor a lavandina. El mío es Eleonora. Eleonora Pla. Y por un momento ambas quedan una frente a la otra, sin saber cómo continuar, con algo de felicidad al comprobar que son de la misma edad, indagando en sus miradas con el disimulo de un relámpago, el brillo fugaz, esas primeras impresiones que quedan grabadas para siempre. Hilda está vestida con un desabillé remendado en varios sectores, lleva pantuflas de cuero de oveja y tiene el pelo revuelto, que pretende ordenar sujetándolo con un peinetón
-porque no siempre me veo así, únicamente cuando me levanto.
-No te preocupes por mí.
Trata de no esforzarse en caerle bien. No obstante le resulta imposible recuperarse. Una máscara la mantiene sujeta, amordazada.
-Me imagino cómo debés de estar, el clima es terrible en esta época.
-No es peor de lo que imaginaba.
Hilda comienza a sentir que no necesita justificarse. Le ofrece una silla y pone la pava a calentar. En todo el ambiente se nota la presencia de la mujer, la mesada en orden, dos cucharones y una espumadera cuelgan a un costado de la alacena como elementos decorativos, las paredes de un celeste desteñido, el cortinado azul de la ventana empeñándose en armonizar, una mesa de madera tal vez deteriorada pero cubierta con un mantel de hule con un floreado ya desaparecido en los bordes y en el centro, el piso de baldosas donde los huecos de fragmentos ausentes han sido rellenados con cemento,
-voy a prender el farol, no debe faltar mucho para que apaguen el motor,
todo en su lugar, aseado, prolijo, el toque femenino por donde se mire,
-debo decirte que me llamó la atención la electricidad, además del gas de la cocina...
cuida sus palabras, las mide, las protege, a cada momento teme decir algo que pueda ofender, lo ha visto en las visitadoras sociales, en los encuestadores, observar cada rincón de las casuchas, los ladrillos desnudos, el piso de tierra, el moblaje de ocasión, acentuar su condición de extraño, que la miseria del otro se refleje en la mirada, así, con esa desfachatez, esa impunidad descarada
-y el motor se usa nada más al anochecer, en el invierno. Como te podrás imaginar, no es combustible lo que sobra aquí, al gas lo traen en tubos dos veces por mes -mientras bombea con energía un sol de noche-, ésos son los grandes lujos aquí.
Empieza a sentir calor pero no se mueve de la silla, todavía con el sacón puesto y la bufanda cayéndole sobre el pecho,
-¿Querés mate o preferís un té?
-Un mate, si no es mucha molestia.
y esa humildad se transforma en algo físico, un gusano que se retuerce en el estómago,
-Bueno... por lo menos voy a tener quien me acompañe, siempre me pareció que el té era cosa de enfermos, hace meses que nadie lo toca.
Piensa: en Buenos Aires hubieras elegido el té
-¿Dulce o amargo?
en el instante que la pava comienza a chiflar y una luminosidad surge de la mecha inflamada.
-Me da lo mismo, como vos prefieras.
Hilda cuelga el farol de un alambre que pende del techo, apaga la luz eléctrica y la habitación se transforma, el sombrero del farol ensombrece el cielorraso, los objetos proyectan nuevas sombras, las paredes se vuelven cálidas, el sonido del gas lo envuelve todo, penetra con suavidad en los oídos, en los poros, ahora sí las cosas empiezan a ser como las imaginaba, el ambiente tibio, la casita de enanos en medio del bosque, el frío arreciando afuera, tras la ventana. Se desprende del sacón y de la bufanda, los coloca en el respaldo de la silla. Hilda ha dejado la hornalla prendida,
-Supongo que mañana mismo habrá que ponerse a trabajar.
no en busca de un tema de conversación sino porque para eso ha venido, por eso está en ese lugar, en esa cocina, en ese pueblo empotrado en el desierto, subsistiendo quién sabe de qué, para qué, empecinado en ese oscuro propósito de los hombres por la sobrevivencia a pesar del impulso que lleva a irse, huir a lugares lejanos, el éxodo natural de los más jóvenes, comenzar en otro lado, intentar otro futuro, y ella sentada ahí, en ese lugar, en esa cocina, en ese pueblo, obedeciendo a un reflujo desconcertante, al revés de todo, a contramano de la historia, percibiendo que su llegada es un retorno en busca de qué, de qué propósitos que nunca logró reconocer a través de la conciencia...
-Aquí no vas a tener oportunidad de aburrirte, si eso es lo que te preocupa. No sabés cómo te esperábamos desde hace un mes, desde que se fue la señora Ferreira, una buena persona pero algo mayor, no aguantó, no estaba hecha para esto y se volvió a Trelew, a vivir con el hijo, me parece. Era viuda.
Algo deben de decir sus ojos porque siente que Hilda le devuelve una mirada de agradecimiento.
-Espero que no me pase lo mismo.
-No creo que te pase lo mismo. Y soy muy intuitiva -con el rostro ya despejado, aunque todavía conserva lagañas que trata de desprender con el nudillo del dedo.
-Pensaba llegar el fin de semana para irme instalando, pero no pude con mi ansiedad.
-Buen síntoma ése. Mañana vas a conocer a tus criaturitas. Son los monstruos del nivel intermedio, los menos revoltosos, creo. Con vos somos tres, el mínimo para cubrir todos los grados. El otro es maestro -sonríe-. A los que empiezan los tengo yo. Mario tiene los dos últimos grados, pero también hay chicos grandes en los otros niveles,
y aunque siga hablando de otra cosa es como si el nombre del maestro se le hubiese pegado a la boca, a la sonrisa, a sus labios sensuales y brillantes de saliva,
-en la misma aula vas a tener tercero y cuarto, y enseñarles a los dos al mismo tiempo. Al principio podrá parecerte raro, pero enseguida vas a acostumbrarte.
¿Estará enamorada? Es posible que sea joven. Lo ha visto en sus ojos.
-No te preocupes, es más fácil de lo que parece.
¿Convivirán? ¿Se visitarán de tanto en tanto? ¿Se amarán a escondidas del infierno en pueblo chico? ¿La sentirá una rival en potencia? ¿Hacia dónde quiere llevarla? ¿De qué le habla?
-Los maestros somos poco menos que reverenciados aquí. Hasta las autoridades nos respetan.
Lo de siempre: el cerebro desdoblado, escuchando por un lado, pensando por otro, en un revoltijo de ideas y de imágenes. Tal vez sea eso lo que ha venido a buscar, un poco de armonía entre la cabeza y el vientre, ser una sola, no desmembrada, dividida, con los puentes destruidos. Sueña: cuando se vaya -porque algún día habrá de irse-, si puede escuchar con impunidad, zambullirse en el otro, gozar de la soledad, disfrutarla como una presencia que no pide condiciones, lo habrá logrado...
-Me figuro que no debés ser tan callada, ni tampoco tímida.
En cambio Hilda es punzante, directa, parece tener la misma serenidad con que ceba mate, uno tras otro, con ese entendimiento rebosante de espuma, saludable, bien hecho. Siente una envidia plácida.
-Cuando me conozcas vas a pedirme por favor que me calle de una vez.
Absorbe el mate hasta el chistido. Al devolvérselo
-Tengo mi curiosidá y no voy a dejar de preguntártelo. ¿Por qué estás aquí?
La pregunta que temía. Comienza la respuesta con un silencio, pero no quiere jugar a la expectativa. Contestarle no sé le suena vulgar y además podría ser una gran mentira. En busca de experiencias nuevas la coloca en el papel de una jovencita rebelde y desobediente, fuera de su edad, tal vez un poco excéntrica, que pretende liberarse de algunas tutelas a través de la distancia. Tampoco es eso.
-Supongo que por el conocimiento.
Hilda simula mirarla algo extrañada.
-Estaba en camino de ser una niña frágil y quebradiza, de ésas que creen que se les acaba el mundo cuando el novio las deja.
Siente el rostro acalorado. Lo de niña la pone frente a un espejo de feria, risible y deforme, que le devuelve la imagen de su pasado cuarto de siglo. Por un instante teme, además, que Hilda vaya a decirle si está aquí por mal de amores. No lo hubiera soportado.
-¿Y qué pensás que va a darte el conocimiento?
Hilda no le da tiempo a responder.
-El conocimiento es un volcán, un terremoto. No vas a tener el sueño fácil con eso encima.
Y vuelve a sonreír con picardía, como si festejase un chiste erótico. Empieza a reconocer una de sus características y también que las barreras entre una y otra se deshacen, a percibir esos lazos subterráneos que unen sin saber por qué. Le asombra y le asusta encontrarse con alguien así en Campogrande. Un destino mágico que ha cruzado sus caminos...
-No creo ser de las que aspiran a dormir tranquila.
Por primera vez repara en el tic tac de un reloj en el dormitorio. También el silbido del viento se deja oír con mayor nitidez. Han silenciado el motor. Hilda le cuenta de su llegada a este lugar, hace dos años, con esa capacidad para cambiar de tema repentinamente y que parece conservar cierta continuidad. Y mientras la oye se pregunta por esa especie de familia adoptada, esta mujer con la que casi convivirá de aquí en más por cuánto tiempo, el otro maestro, ese hombre desconocido. Qué coincidencias en sus vidas los habrá reunido allí, qué los habrá arrastrado a Campogrande, el último agujero del mundo.
A pesar del brillo furioso del farol, algo de luminosidad se insinúa tras la ventana, entre las cortinas azules, y desnuda la aridez del desierto. Amanece.
3
Esta tarde la caminata se prolongó más allá de lo habitual. Cada vez más lejos. Los chicos me dicen que cualquier día de éstos me voy a perder, que no voy a saber cómo regresar. Cuando entro en el aula se quedan mirándome y esperan alguna historia, que de pronto me vi frente a un puma, pero era un puma bueno o no tenía hambre, que me encontré con un viejísimo cementerio de indios, todo deshecho y en donde todavía podía verse algún que otro hueso saliendo de la tierra, que sin darme cuenta caminé hacia un nido de ñandúes y que la madre me persiguió casi una legua. Ellos saben que son inventos, y simulan creerlos, me miran con la boca abierta, me interrogan, me objetan ¿por qué no se trajo un hueso? ¿por qué no agarró uno de los huevos?, se ríen, juegan con mis historias, me obligan a cambiarlas, las transforman a su gusto, saben que todo es posible pero improbable, que el límite entre lo real y lo irreal es una bruma que por momentos se diluye y vuelve a aparecer.
Hoy no me interné en el campo; anduve por el camino, hacia el oeste. Quería llegar al puente viejo. Cuando regresé ya era de noche, endurecida a pesar del sacón de lana gruesa, mi prenda preferida en estas latitudes. El puente no sólo estaba lejos sino que me quedé más tiempo de lo pensado. Hubo una comunicación particular con aquel espacio y con el tiempo. Mientras me acercaba iba escuchando el sonido de una flauta. Incluso llegué a pensar en que había alguien debajo del puente. Era una melodía triste, hablaba de la vastedad de ese lugar, de una vastedad seca, inmóvil. Tuve miedo. Hasta que me di cuenta de que no era una melodía humana. Bajé al cauce. Si algún arroyo hubo en una época, quedaba nada más que una depresión que me costó reconocer. Sin embargo el puente se mantenía intacto. Un puente sólido, sin revoque, de ladrillos unidos con argamasa y barro. El nombre de puente viejo le caía a la perfección, y no sólo por los años sino por esa autoridad conseguida a través de un siglo de espera, de pajarracos que lo excretaron hasta encanecerlo en varios sectores, de tanta soledad amontonada y de tanta paciencia, aguardando que algún visitante lo cruce y lo justifique, desentumeciéndolo, por momentos, de su cavilación perpetua. Creo que se trata de un puente sabio. El sonido de la flauta era producido por un poste algo inclinado pero todavía en pie, que la podredumbre, el viento y las estaciones llenaron de agujeros. El aire pasaba por ellos y vibraba en un alambre de púas cubierto de óxido, prolongándose en un desorden de varillas destruidas y de otros alambres enredados entre sí. De a ratos, cuando la ventisca se hacía intensa, todo ese material disperso se movía y cuchicheaba su propio idioma. Al acercarme quedé sorprendida por la variedad de sonidos que trasmitían los agujeros del poste; una sinfonía de la desolación. Pensé en los hombres que habían levantado esa alambrada, cincuenta, sesenta años atrás, en los que construyeron aquel puente, en los que pasaron por él con sus carromatos, sus rebaños, su intemperie, la sobrevivencia a cuestas sin preguntarse por qué ni para qué. O preguntándoselo a escondidas, como una debilidad. El sonido de la flauta era la voz de los muertos, de aquellos que me hablaban desde sus tiempos remotos, perdidos ya, memorias que llegaban hasta mí en un lenguaje casi indescifrable. Apenas si quedaba esa tibia melancolía que se esforzaba por expresarse a través de una música que únicamente por casualidad alguien podría escuchar. Una botella lanzada al océano. Me pregunté si sería ésa la herencia que dejaron. Sus huellas, tantas veces borradas por el viento. Y yo con la sensación de ser el último vestigio, el receptáculo de un mensaje desesperado.
No es la primera vez que me pasa. De alguna manera siempre me ha poseído ese sentimiento de ser la única, la diferente. Pero no es un sentimiento gratificante de individualidad sino la convicción de estar fuera de lugar, apartada. Un destino -qué palabra- reservado para quienes, con tanto amor, con tanta calma, han sabido ganarse su propio infierno. En Buenos Aires no había nada que me gustase más que recorrer en bicicleta los bosques de Palermo. Claro que no elegía los domingos por la tarde, junto a cientos de ciclistas con quienes compartir un día soleado, esa tierna complicidad del gusto por las mismas cosas, ser una más en el parque ante la indiferencia de los caminantes y de las familias que esparcen sobre el césped los manteles, el mate y la factura, estampas irreprochables de la naturaleza urbana. Yo tenía que elegir la madrugada, la hora en que la ciudad duerme, cruzarme con alguna que otra pareja que me miraba como a una intrusa. La noche era de ellos, la normalidad, las reglas conocidas y respetadas por todos, eran de ellos. En mis recorridos solía preguntarme si en todo Buenos Aires, con sus millones de almas, no había una sola persona, una sola, que se le ocurriese andar en bicicleta a las tres de la madrugada por los bosques de Palermo. Reconozco que a veces soñé con ese espíritu gemelo, "desplazado del mundo". Pero mis sueños son ruinas de un idilio decadente. Cierta vez llegué a cruzarme con un ciclista. Mi corazón saltó en ese romanticismo fuera de época. Su objetivo era otro: presumo que se entrenaba para una competencia. Hasta fui parada por la policía, las preguntas de rigor, los documentos, mientras sus ojos trataban de ubicarme en alguna variedad de individuo más o menos identificable, prostituta sofisticada, burguesa extravagante que no sabe en dónde tirar las horas libres, señorita atípica con un dejo de desequilibrio.
Recuerdo cuando mi noviecito de adolescencia me llevaba a bailar los sábados por la noche. Éramos una barra de diez, a veces más. Éramos alegres, nos divertíamos. Chicos y chicas de risa fácil, como debe ser, como corresponde. Jóvenes iguales a otros jóvenes que salen para estar juntos, compartir la cerveza, el alboroto, las broncas. Llegué a sentir que la felicidad estaba cerca, que podía tocarla con sólo estirar el brazo, abandonarme a la música, seguir el ritmo, entregarme a aquel muchacho que me amaba sin encubrimientos, con una verdad tan limpia como sus celos y sus infidelidades. Y yo preguntándome qué hacía entre aquella gente, quiénes eran aquellas personas, esos desconocidos que me desconocían, los compinches, los amigos de toda la vida. Por qué me reía de sus bromas y por qué más estridente era la carcajada cuanto menos gracia me hacían. Por qué estaba allí, tratando de seguir un ritmo que jamás entró en mi cuerpo torpe mientras miraba de soslayo y trataba de imitar a los demás. Por qué ese renunciamiento a todo aquello que grita desde lo vital, despanzurrarme de risa porque el chiste me hizo gracia, romper esa lámina de hielo y desear aquellos brazos con impunidad, en vez de sentir que estaría mejor en mi casa, sola, lejos de ese barullo y perdiendo el tiempo. Pero ser otra es dejar de existir, y yo no puedo dejar de existir. La otra es el espejo, una imagen idéntica, los mismos labios, los mismos ojos, aunque tan irreal como yo. La imagen del espejo suele observarme, idiotizada, preguntándose de qué lado vive la criatura apócrifa.
Tuve la precaución de iniciar el regreso bastante antes de que se ocultase el sol. Me quedé algunos minutos contemplándolo. Era un ojo incandescente que podía mirar sin que me hiriese, una bola que iluminaba pero que no transmitía calor, un sol glacial y solemne que acariciaba el campo y un costado del puente en un gesto de cortesía al que debíamos rendir veneración. Por supuesto, enseguida se presentó esa vulgar imagen de Dios, tan identificada con lo distante. Hubo una época en que intenté congraciarme, pero la desconfianza me detuvo. Desconfianza de su sabiduría, de su clemencia, de su misericordia. Su comprensión podría entregarme a una vida resuelta, a la felicidad protegida por el sosiego en la celda de un convento, desde cuya ventana observaría la tumba que con tanto amor se nos promete. Por eso siempre fui creyente. La duda, el recelo, las preguntas, el peso de remordimientos que no me pertenecen, han sido, desde que tengo uso de razón, mis cálidos dioses paganos. La paz se ha convertido en sospecha, en desgarro, pero paz al fin. El Dios-Sol también me contempló, interrogándose sobre ese puntito insolente junto al puente viejo. Supongo que Él tampoco creía en mí.
Apenas llegué fui a decirle a Hilda que no iba a cenar. Insistió en que me llevase una porción del guiso, por si más tarde me daba hambre. Pero lo que tuve fueron ganas de recostarme, de blanquear la mente, fumar un cigarrillo. Al rato me levanté. Cómo serán los momentos sin esa necesidad de saltar de la cama, hacer algo, calentar un café, caminar por la habitación, corregir las pruebas. Qué se siente cuando no se siente. Que el ruido del molino sea un ruido, que la noche sea noche y no dardos lanzados desde la oscuridad. Un instante, un segundo, mirando el techo, reconociendo nada. El reloj señala las tres y cuarto. A pesar del brasero encendido desde la medianoche, tuve que envolverme los pies en una manta. Qué curioso. En Buenos Aires hubiese contado en el almanaque los días que faltan para la primavera. En Campogrande, el viento que arrecia es el murmullo que invita a participar de un juego, duendes traviesos que podrían matarme en un acto de picardía. El frío que golpea la puerta es una ofrenda de la naturaleza. Amo el viento y el frío, incluso les estoy agradecida, pero a mis pies helados no les importan los sentimientos. Supongo que prefiero las imágenes a las sensaciones. Es como la diferencia entre amar un hombre y amar el recuerdo de un hombre. A su vez, también la naturaleza toma su distancia. Siento que los pájaros se preguntan por qué vivimos en celo, que las ranas se extrañan de nuestro desove y que los insectos se ríen a carcajadas porque el zumbido me inquieta y la danza, alrededor de la luz, llega a exasperarme. En este lugar, el viento, los pájaros, los insectos, las paredes del cuarto, tienen otro misterio, es posible que otro significado. El mundo que me rodea es un fantasma que puedo palpar, medir, investigar con la mirada. En Campogrande los fantasmas no atraviesan las paredes sino que tejen hebras comunicantes. Enseñan en la pizarra que dos más dos es tres y que los gusanos son previos al cadáver. Podré quererlos, malcriarlos, aun comprenderlos, pero no quiero pasar el resto de mi existencia acompañada de espectros.
Fui al baño. Cuando regresé mi imagen rozó fugazmente el espejo y me descubrí hablando a solas, como una loca. Debo suspender aquí. El café está por hervir. Creo que no hay ninguna taza limpia.
Apenas me vieron entrar se arrimaron al escritorio, un enjambre de vocesitas que me preguntaban hasta dónde había llegado. Hasta el puente, dije con naturalidad. Pensé que serían ellos quienes iban a describírmelo, contarme algo de su historia, adornarlo con su imaginación. Se quedaron observándome en silencio. Al principio supuse que esperaban uno de mis inventos, alguna anécdota jugosa que les llenase los oídos de cosas raras, tanto más seductoras cuanto menos creíbles. Me di cuenta de que no lo conocían, que ni siquiera habían escuchado hablar de él. Que muy pocos se habían aventurado más allá de ciertos límites establecidos por la autoridad de los mayores, por las costumbres surgidas de una prudencia ancestral, cuando separarse del resto era un peligro, límites que nacieron en cualquier punto del pueblo y que se extendieron hasta donde abarcase la mirada. Esa es la línea invisible que nadie en particular señaló pero que todos ellos conocen y respetan. Los elementos no son lo que son. Su capacidad para representarlos transforma al sol en un punto de referencia, al molino en figura totémica, al alambrado en frontera, a un cordero en la división entre el hambre y la abundancia. El puente queda a unos cuatro kilómetros, pero no sé qué significa para ellos cuatro kilómetros. Al mundo lo han reducido a la medida de sus ojos, y sus ojos a las dimensiones de Campogrande. Javier, casi a los gritos, dijo que unos tíos lo habían llevado a El Maitén. Evangelina me preguntó si el Atlántico tenía tanta agua como el Nahuel. Irineo y Martín empezaron a las risotadas porque conocen Playa Unión y Puerto Madryn. Violeta quiso saber si Trelew se parecía a Buenos Aires.
A veces los miro jugar durante el recreo, indiferentes al frío que les mantiene la piel seca a pesar de correrse unos a otros sin descanso, indiferentes a su olor, a las uñas sucias. Sus sentimientos parecen haberse acostumbrado a la perplejidad. En algunos, el dolor cotidiano es el pan de cada día, aunque sólo alcanzo a descubrirlo en un rictus, en una mueca que se desliza por casualidad, que quiere decir sin hablar nada, la sombra que por un instante cubre la retina y desaparece sin dejar rastro. La expresión más atrevida es permanecer en el banco cuando suena la campana y los demás salen del aula en avalancha. Entonces me acerco y pregunto. Pero es como dice Hilda, aquí el alarido es el silencio, la mirada hundida en el suelo, con algo de suerte un lamento que se asoma y que rara vez logra estallar. A veces la marca de un rebencazo en la piel se transforma en el perro que desapareció ayer y que todavía no ha regresado, la visión del padre que tomó a la hermana porque la madre ya es de carne vieja se transforma en la mancha en una hoja del cuaderno o en la rotura de la zapatilla. Ante la impotencia, no me queda otra salida que responder, también, con gestos. Sentarme a su lado, acariciarles la cara, despejarles la frente de unos pelos desordenados, es el lenguaje que estamos en condiciones de reconocer. Confieso que me han sorprendido los efectos. Al día siguiente parecen otros, la mirada se les limpia, el cuerpo entero se despabila. Algunos poseen una tristeza constante. Por más que jueguen, rían, se diviertan, hay en el fondo de sus ojos una oscuridad insondable. Son aquellos en que el dolor se les ha pegado y ya no hay forma de arrancárselo. Los que se han hecho viejos por tanto que han visto y han oído y han sentido y por las miserias de las que no supieron desprenderse, dejarlas en un rincón como un juguete abandonado.
También me he encontrado con otros que suponen fingir un estado que no tienen, disfrazan el rostro de pesadumbre, lo colorean de angustia para que la maestra se acerque, les hable, los mime, les revuelva el pelo y hasta les dé un beso. Creen que me engañan. Pero yo conozco la verdad que hay en sus mentiras, la inocencia de sus crueldades, la honradez de sus simulaciones. Hay algo en mí que comienza a formarse a partir de ellos. No podría decirlo con exactitud, percibo que su presencia me define, hasta me caracteriza. Es posible que algún día me descubra en sus miradas y sepa por qué estoy aquí. No deja de ser un juego peligroso, quizá ellos también sean parte del espejo, de esa imagen clara y perfecta que acompaña mis movimientos, que los imita. Y yo sometida a esa caricatura grotesca. De todos modos, los chicos redimen y santifican a su manera. Seducirlos es un modo de conquistar el mundo.
Redimida. Santificada.
En otra época esas palabras me hubiesen escandalizado, su propio peso las habría dejado caer lo mismo que un fruto podrido, imposible de sostenerse, con la insolencia que en sí mismos encierran los conceptos puros. De a poco, este desierto ha tomado las palabras y las ha vaciado, las ha convertido en torpezas. Es necesario reconstruir los puentes con el entorno y espiar el curso de los días en su empecinamiento por la continuidad, escuchar con atención el grito del ave que encuentra su nido devastado, el bufido del semental durante la cópula, el chirrido algo más agudo de la bisagra sin aceitar, sentir la ternura del contacto que se finge por accidente, terminar admitiendo que una piedra que se desliza o una semilla que revienta y germina provocan una convulsión en el cosmos. Y hacerlo sin que una se dé cuenta, simplemente porque el desierto se ha metido en los poros, porque forma parte del aire y de las cosas. El sólo hecho de escribirlo indica que sigo atada a la conciencia, pero bueno es reconocerlo. Hilda me lo hace ver a cada momento. Su cuerpo se desplaza en armonía con el lugar, su mirada se detiene en los objetos y sin pensarlo los descubre, los hace propios. A veces percibe que la observo. No hace comentarios, sabe por qué. También hay algo de vanidad, pero en ella la vanidad es una manifestación del pudor.
Todas las noches comemos juntos, los tres. Una verdadera ceremonia, un rito cada vez más difícil de romper. La ausencia de cualquiera es casi una profanación y a la larga se ha hecho el momento más agradable del día. El almuerzo es con los chicos, en el patio cubierto del colegio. En cambio la noche nos reúne en esa única actividad social de Campogrande. Pareciera que la amplitud del desierto nos comprimiese, encerrándonos en un cuarto de cocina; protegerse mutuamente, respirar el calor de la estufa, saborear la comida bien cargada de especias para sentirnos vivos.
Mario me pregunta qué veo cuando me alejo de las casas y camino a campo abierto. La puesta de sol. Pero él no se da por satisfecho porque sabe que miento. En realidad, yo también me he preguntado qué es lo que me atrae del desierto. Supongo que me gusta perder la mirada en ese horizonte inmensurable, observar cómo las sombras se alargan cuando declina el sol. El desierto ha terminado por cautivarme tanto como el mar. Al principio creí que era estático. Con los días empecé a darme cuenta que tiene su propia dinámica, que es cuestión de descubrirlo en sus movimientos. No alcanzaba a reconocer por qué me atraía, cómo nombrar ese misterio que me arrastraba con una fuerza a la que nunca ofrecí resistencias. El placer de dejarme llevar, devorada, poseída, entregarme al viento que juega a los remolinos con la tierra y con mi voluntad, sentir el frío que entra en la piel hasta insensibilizarla, llenarme el vientre de vastedad, que ese silencio que parece venir desde las profundidades colme los huecos que hay por dentro, sentirme contenida hasta el hartazgo, que el espacio me fecunde hasta dejarme sin respiración. No se lo cuento a Mario por temor a que se ría. Que alguien no comparta el razonamiento, no es grave. En cambio las emociones están bien guardadas en el cofrecito de la intimidad, bajo llave o en el rincón más oculto del ropero. El escándalo de desnudar el alma es uno de los pocos que no nos permitimos.
Hilda prefiere interrogarme sobre la soledad en mi cuarto, qué es lo que escribo, si leer tantas horas con esta luz no me hará mal, por qué esas colecciones de libros cada vez que viajo a la ciudad, me aconseja alguna ropa nueva porque voy a terminar vistiendo andrajos como una pordiosera, un par de botas forradas con piel de cordero, un poquito así de pintura, que no me olvide que soy mujer.
Me hablan desde su bondad, claro. Incluso desde su amor. Lo dicen de todas las formas posibles, cuando Hilda prepara la comida por las noches, cuando Mario ofrece arreglarme el tablón de la mesa. En ese sentido, los dos se han hecho imprescindibles. Necesito de ellos como necesito del aire, pero no es el aire el mecanismo con que respiro. Para respirar estoy sola, definitivamente sola, enfrentada a mi propia imagen, esa mujerzuela querible, protegida y hasta admirada. A veces el miedo me espía tras la cortina, siempre está ahí, al acecho. El miedo de transformar mi cuarto en una isla, la soledad en un reducto, mi vida en Campogrande en un involuntario desarraigo. Me pregunto si la felicidad es algo digno, si no hubiese sido mejor afrontar la existencia con un buen plumero, cuatro hijos, amada y amante, esperándolo con sopa de verduras y un plato de albóndigas que tanto le gustan, la ternura como recompensa, el beso que sella el convenio, los cuerpos tendidos a un costado de la cama. Qué distinto sería todo.

4
Incluso Hilda está algo excitada. Lo nota en el movimiento de los ojos, de aquí para allá, que no logran sostenerse en un punto fijo. En la oscilación del brazo libre que cuelga, blando, y que va y viene como un péndulo confundido. El otro tira de ese carrito para bebés que no contiene bebé sino los bidones con el preparado de leche chocolatada. En cambio ella carga con parte de las tortas fritas y los pasteles de membrillo, la vieja mochila para todo uso que ya cuenta con algunas roturas y manchas de origen irreconocible. El pícnic se ha transformado en el gran acontecimiento de la primavera, una sorprendente celebración de fin de clases. Fue tu mejor idea, Eleonora. Movilizaste a todo el pueblo. En realidad no era así, sólo unos pocos padres aceptaron acompañar a los chicos durante la excursión, pero Hilda -por qué- siempre terminaba exagerando los méritos de sus ocurrencias, como a veces ella con la comida de todas las noches que Hilda cocina con dedicación de artesano. La nuestra es una amistad masculina, le había dicho meses atrás, e Hilda se había reído como se reía siempre que no comprendía bien de qué se trataba.
Fue una serie de desencuentros, casi un malentendido. Cuando Mario se irguió en el medio con esa pasividad del dejar hacer, que las mujeres decidiesen. Estaba segura, antes de Campogrande eso la hubiese irritado. Es posible que hasta se sintiese ofendida. A veces era un juego, detectar en ella los pequeños cambios que se filtraban de a poco, de manera imperceptible, corrientes de aire fresco entre las hendijas, el ojo de la cerradura, la puerta entreabierta. Espiar por los agujeros y descubrirse, una especie de fiesta. Mario camina varios metros delante, junto a un ramillete de chicos que lo rodean y que de pronto se desprenden del núcleo como expulsados por un resorte y corren y se hacen zancadillas y cargan sus hondas y pegan esos chillidos agudos que yo no sé de dónde les salen, parece que tuvieran una flauta en los pulmones. Cómo se ve que nunca te escuchaste en el aula, pero Hilda: es que a veces se ponen inaguantables.
Es la primera vez que lo ven a Mario así y hasta los chicos parecen extrañados, mirándolo como se mira un desconocido que ha llegado al pueblo por sorpresa, seductor y misterioso, y que posiblemente se vaya y desaparezca cuando la excursión al arroyo de la arboleda termine y estén de regreso había una vez un niño muy malo, de lo más malo de lo más malo que hubo de la tieeerra aunque intuyendo que esa tarde quedará fijada en la memoria de los chicos, de ellas dos que, sabe, mantienen los ojos puestos en él y cuando creció y se hizo grande, fue el pirata fue el pirata Barba Neeegra revelándolo, inventándolo, conservar esa imagen del ramillete que lo rodea, que lo contempla embelesado, a él y a la guitarra que rasga con torpeza pero que es música para los oídos de todos, y a esas canciones infantiles que ni siquiera Hilda sabía que sabía, un detalle del arsenal secreto que aparece así, el conejo de la galera, quién sabe de dónde... creo que va a ser un buen padre, no lo imaginaba. Hilda asiente, satisfecha, mientras tira del carro con los bidones que trastabilla entre las piedras, sin prestarle atención, como si remolcase un trineo sobre la superficie de hielo, lo bidones que aprovechan para batirse por accidente, algo de espuma que emerge de las tapas mal cerradas y Mario que no se acaba nunca, siempre nuevo, con algún brillo inusitado que lo remoza, lo sustituye, le cambia el rostro cuando empieza a creerse que ya no hay nada por descubrir, que los espejos se han agotado.
Es astuto -admite, al tiempo que mira a Hilda de soslayo y se pregunta en qué estará pensando. El día soleado, azul, se le ha metido en los ojos, no hay una sola nube, el calor de noviembre apareció sin aviso previo, después de tres noches de heladas. Pero Hilda sostuvo la tibieza de su cuerpo y Mario se sostuvo con la tibieza de la mirada de Hilda. Un puente entre los dos, engalanado con aromas de incienso y florcitas rococó. Así son las cosas. Ni vencedores ni vencidos. Nada más que una serie de desencuentros, casi un malentendido.

¿Por qué una amistad masculina? Cómo responder a esa pregunta, cómo explicárselo. Bueno... ella sola se había metido en el embrollo y ahora tenía que aclararlo. Fue una de las pocas noches en que nevó. Hubo que prender las tres hornallas de la cocina a riesgo de que el tubo de gas se terminase antes de la reposición. A Mario un par de vinos lo arrastraron a la cama más temprano que de costumbre. No hay nada más peligroso que dos mujeres hablando a solas, una de sus frases repetidas. Hablando de mí -agregó Eleonora, que después de un año de convivencia algo lo conocía. Al principio no se llevaban bien. O se llevaban bien en lo formal; lo más parecido a la indiferencia. Por eso Hilda se sintió inquieta: estas enemistades suelen concluir en el altar. Pero Eleonora la desconcertaba. No lo ama, no esconde que lo ama, no lo amaría así fuesen el único hombre y la única mujer sobre la tierra. No hay simulación. Mario puede ser. Es más hermético, más cerrado. Me resulta más impenetrable, siempre ahí, con sus cablecitos, sus herramientas, siempre ocupado en alguna cosa, nunca tiene las manos quietas. Era su intuición, y su intuición jamás la había engañado. No podía ser de otra manera. Mario abandonó un instante el interruptor y levantó la vista. ¿De qué se estaba riendo? Hermético, cerrado: ahí, con sus cablecitos, sus herramientas, con las piernas abiertas como una puta esperando que una vagina lo penetre. De nada, de algo que me acordé. Después, cuando quedaron solas, pudieron hablar de Mario y de ellas mismas.
-porque siempre tuve la sensación de que los hombres valoran más al amigo que la relación con una mujer.
Hubiese podido agregar que ante la opción se quedan con el amigo, que hasta son capaces de tomar a la mujer y de compartirla, pero comprendió que Hilda podría interpretar aquello con apresuramiento.
-¿Estás diciendo que nuestra amistad es lo mismo?
Agudizó el oído hasta el límite (la mínima intención de la voz, el apenas perceptible detalle del tono, aun el más oculto, la posibilidad más remota). ¿Era una pregunta en realidad? ¿Era sarcasmo? ¿Era una confirmación? Decir no significaba meterse, ahora, en un callejón sin salida; decir sí, la respuesta más valiente de su vida. Al todo o nada. Pero los valientes mueren y los cobardes sobreviven; la trágica enseñanza de la guerra. Con sus culpas, sus arrepentimientos, sus explicaciones, pero sobreviven. Con su extraña forma de morir, pero sobreviven.
-Tal vez.
Pensó que eso daría paso, también, a la duda de Hilda.
-Entonces brindemos con algo fuerte. ¿Te gustaría una caña?
Estuvo a punto de estallar en una carcajada. Sólo el suspiro contenido, la expiración sin aire. Hilda, una vez más, volvía a recomponerla, a levantar los trozos del suelo y armarla, pedacito por pedacito. Hubiese querido decirle que la amaba por su valor, incluso agradecerle. Sonaría ridículo. La sinceridad sin barreras suena ridícula, grotesca, a teleteatro. Qué pensaría la pobre Hilda si me viese lagrimear de gratitud a mí, la pobre Eleonora.
Mientras Hilda servía las copas surgían imágenes que desaparecían como relámpagos, diluidas en una niebla espesa: uno de esos hombres... que porque aceptás la invitación a encontrarte en un bar toman posesión de una, ¿cómo se llamaba? Ahora el recuerdo se hacía más nítido.

El encuentro empezó mal. Vino el mozo y le pidió dos cafés, sin consultarte, sin preguntarte si querías otra cosa. Seguiste hablando como si nada, con una sonrisa prometedora, buenos modales, el tono de voz más dulce que hayas usado nunca. El muchacho te gustaba, era moreno, practicaba deportes, divertido, desenvuelto, lo que se dice ideal para un aviso publicitario, con esa confianza en sí mismo que te sonaba igual a una bofetada. Sin embargo querías agradarle, querías realmente caerle bien, sin engaños, no parecer más inteligente de lo que eras, no más fresca, no más tímida de lo que eras. Al rato vino el mozo. Los dos cafés son para el señor. A mí tráigame una copita de jerez. ¡Una copita de jerez! En tu vida habías pedido algo semejante. Pero se trataba de una satisfacción indefinible, un cosquilleo en tu piel que se proyectaba a la piel de todas las mujeres que existían y que existieron desde que el falo se irguió con sus obeliscos, sus templos y sus inmolaciones. Por un instante el mozo no supo cómo reaccionar, quedó paralizado, mirando a uno y a otro. Al muchacho le cambió la cara, hasta te pareció ver que enrojecía. Alcanzaste, incluso, a escuchar el estampido y ver cómo ese tierno palomo caía al primer escopetazo. ¿Qué pensaría él? No se trata de una mina fácil. Y después se alejaría en busca de otra, recriminándole al amigo que se la presentó como si le hubiese hecho una broma de mal gusto. ¿Era ésa toda la victoria? ¿Un trofeo de latón guardado entre los escombros? Mil veces te lo preguntaste.

-¿Por dónde anda tu cabeza?
-Por alguien que me dijo mujeres se encuentran todos los días, en cambio amigos no. En ese momento no supe bien por qué agarré el bolso, pagué mi consumición, me levanté y me fui. Claro, era una adolescente. Fue un impulso. El asco que me salía no sé de dónde. Con el tiempo me fui dando cuanta.
Hilda, igual a otras veces, sintió tristeza. Ay Eleonora, en qué lugar sepultaste el amor, dónde lo escondiste. Vas a terminar sola como una ostra. Eso sí, con una perla brillante dentro tuyo, brillante, intocable y fría. (¿Te sirvo un poco más?; esto es capaz de calentarnos hasta el alma.) Se te va a helar el corazón. Si vos misma me has dicho que las concesiones son inevitables, que el purismo en las ideas lleva a la irrealidad y la irrealidad al fracaso. Por qué lo que ves tan bien por fuera no podés verlo por dentro.

y al alcanzarlo y al alcanzarlo mucho peleaaaron, y luego después, después derrotado, prisionero a Barba Negra lo dejaaaron. El arroyo tiene agua sólo unos pocos meses en el año. Alguien intentó retenerla poniendo piedras a modo de dique, pero igual la tierra se la tragó y al tiempo aquel cauce se llenó de grietas y de arrugas, como las caras de los viejos, los ojos secos, los surcos recorriendo la piel sin perdonar un solo recoveco, señalando cada uno de los años, sin olvidar ninguno, y el dique desmoronándose de a poco, piedra por piedra, con toda la indolencia de las cosas que se saben inmortales, el viento, el frío, el cansancio de mantenerse en pie. En cambio la arboleda persistió, con su follaje opaco, sus hojas pequeñas, sus raíces que se hunden hasta el límite, viborean las rocas, escarban en busca de humedad, esperan alguna lluvia providencial. Y la lluvia llegó. Por eso aquellos árboles petisos que dibujan una telaraña de ramas negras y retorcidas han sobrevivido, erigido ese monumento como un triunfo sobre el desierto.
-Creo que es por eso que esos arbolitos me conmueven tanto. Una los ve aguantándose las heladas, los ventarrones. Pasan los años y ahí están, medios pelados, deformados, pero están.
Eleonora la mira con una mueca.
-No, por favor, no digas nada. Sería capaz de hacerte cargar con los bidones también.
-No te preocupes. Hoy no tengo ganas de mortificarte -mientras reacomoda la mochila y vuelve a perder la vista en algo lejano-, me pregunto cómo sería todo esto con hileras de árboles que rodeasen al pueblo, que sirviesen de contención al viento. Habría que llevarles el agua a través de un sistema de canaletas...
Pero Hilda no reconoce en qué punto de aquellas palabras se queda, y se pierde en sus propios pensamientos con la sensación de que ese paisaje no ha cambiado en millones de años, tampoco sabe bien qué fue lo que objetó sobre sus árboles y sus canaletas aunque Eleonora no parecía escucharme, era como si en realidad ella le hablase al desierto, pero su mirada no se perdía en el horizonte ni divagaba en ensueños a kilómetros de distancia, sino que se fijaba en cosas concretas, cosas que únicamente sus ojos alcanzaban a ver, que se mezclaban dentro de su cabeza, qué sé yo, fantasías, proyectos. Después me enteré que cuando fue a hablar con el intendente para invitarlo al pícnic aprovechó para mencionarle ciertas ideas. Supongo que el intendente no debió tomarlas muy en serio porque durante años todo siguió igual, apenas si se extendió un poco la cañería para llevar el agua a tres o cuatro casas que se levantaron en el extremo de ese chorizo rutero que era Campogrande.

y por supuesto que acepto su invitación, señorita Pla. Soy uno de los que piensan que siempre hay que estar con el pueblo, aun en las cosas más pequeñas. Con respecto a lo demás le prometo que voy a considerarlo, pero desde ya le advierto que llevar todo eso adelante es imposible, no, por supuesto, en ese sentido tiene usted razón, por desgracia es un viejo mal de este país, todo depende del gobierno central, nosotros no tenemos aquí poder de decisión, claro claro, en eso estoy con usted, ¿acaso cree que no he ido a peticionar?, sólo Dios sabe los recorridos que he tenido que hacer por las oficinas de Rawson, no, nada, absolutamente nada, las excusas de siempre, que no hay presupuesto, que las partidas que envía Buenos Aires son cada vez más exiguas, en fin, la misma burocracia de siempre ¿cómo dice? ¿energía eléctrica?, ni lo piense, un costo como ése jamás sería encarado por la gobernación, sobre todo en una zona tan poco rentable como ésta, y mucho menos en época de crisis. Por supuesto, yo también estoy convencido de eso, si no mire lo que es esta oficina, da lástima con sólo verla, el presupuesto apenas si alcanza para los sueldos y algún que otro detalle de mantenimiento... Más bien, bueno sería que además de soportar un lugar como éste uno tuviese que vivir en una pocilga, es un bonito chalecito, no lo niego, pero no vaya a creer que estoy rodeado de confor, apenas lo fundamental, es más lo que pinta por fuera que lo que hay por dentro. Aquí se dicen muchas cosas pero en realidad la gente no sabe, hablan por hablar, una historia repetida, siempre se mira con desconfianza al que tiene un poquito más. De todos modos, volviendo al tema, le prometo que voy a considerarlo, si por mí fuese este lugar ya estaría convertido en un jardín, pero tampoco se pueden hacer milagros. Así y todo lo agradezco que haya venido, y no solamente por lo del pícnic, me gusta la gente con iniciativas, con imaginación. Y venga cuando quiera. Para gente como usted las puertas siempre están abiertas. Y gracias por la invitación. Sí sí, allí voy a estar, a las doce en punto, se lo prometo. Espero que nos toque un lindo día.

que lo recuerdo como si fuese ayer. Esos golpecitos tímidos en la puerta, después verla ahí parada, con sus bolsos, la cara de asombro, todo parecía extrañarla. Sin embargo se la notaba feliz. Creo que se daba cuenta del cambio que se iba a hacer, o mejor dicho que ya se estaba haciendo en su vida. Desde un principio noté en ella algo especial. Claro que al primer golpe de vista me pareció... no, desamparada no es la palabra, más bien diría un poco confundida, como si le costara ubicarse en el lugar donde había llegado. Pero tenía esa cosa, cómo decirle, esa vitalidad que le salía de adentro, no sé explicarlo bien, algo que salía de su soledad precisamente, de esa capacidad para concentrarse, o para divagar sobre aspectos... de la realidad, supongo. Enseguida me di cuenta que debía resignar temas como los tejidos o las recetas de cocina. Eran más bien la política, los chicos, usted sabe, todo lo social. Sí, también le interesaban los chismes, lo que se contaba del intendente, del comisario, la doctora, aquí de alguna manera se termina sabiendo todo.

Ramiro, Ezequiel y Evangelina son los primeros en arrimarse, aun antes de que abran la lona en un sector que conserva algo de humedad, bajo la arboleda. Es Evangelina la primera en pedir que le sirvan chocolate. Durante un tiempo se preguntó a quién le recordaba esa niña. Y por qué. Evangelina busca con la mirada en la mochila por un pastel de membrillo. Así, nada más que un gesto para el entendimiento entre las dos. Recién entonces se animan Ramiro y Ezequiel, tras las faldas de su hermana. A quién le recordaba. Más tarde lo supo, en un momento de distracción, cuando se tiene, por supuesto, el pensamiento en otro lado. Eran sus propios movimientos, su misma expectativa, el saber que hay cosas que le pertenecen, el derecho a exigir mientras devora el pastel con el convencimiento de que el pastel es suyo, que puede disfrutarlo sin pedir disculpas, sin sentirse perdonada porque hay cosas que han sido hechas para ella. Evangelina la mira con esa complicidad de los que se saben iguales. Está segura de que papá y mamá fueron porque Evangelina fue y les dijo papá y mamá el viernes hay un pínic con pastelitos y chocolate en el arroyo 'e la arboleda dice la señorita que tienen que ir que los pastelitos y el chocolate son pa los chicos que cada uno lleve algo. Y ahí estaban, firmes como soldados, cercanos a las canciones de Mario que acompañan con golpecitos rítmicos del pie sobre la tierra.

Sí, efectivamente, fueron años hermosos, bastante moviditos le diré. Aquí ya hay mucha gente que no llegó a conocerla porque después el pueblo siguió creciendo solo, como aprovechando el envión de todo lo que ella hizo. La verdá que al principio no suponíamos, creo que hasta ella misma estaba asombrada de la manera que iban saliendo las cosas. Supongo que así vivió siempre, de sorpresa en sorpresa, claro que ella lo buscaba, se diría que hasta iba al encuentro de las cosas y no que las cosas llegasen solas. Yo no diría abandono, ni siquiera desprotegido, más bien fue como si el pueblo se hubiese quedado solo de repente. Hubo sí cierta sensación de abandono cuando ella se fue, pero es como un chico que se queda huérfano y que al mismo tiempo está preparado para seguir por sus propios medios. De todos modos nada volvió a ser igual, parecía que al pueblo le hubiesen puesto el motor pero que de vez en cuando le faltase algo de combustible, aunque, como le dije, se siguió adelante con el esfuerzo de todos, de los que quedamos y de los que vinieron después. Si usted viese una foto de Campogrande de cómo era antes no lo podría creer, pero imagíneselo, todo esto pelado, con casitas por aquí y por allá, bastante espaciadas una de otra, la avenida de pedregullo, los pajonales que si una se descuidaba terminaban creciendo dentro de la casa... Fotografías muy pocas, apenas tres o cuatro, espere un momento. Aquí estamos con los chicos de sexto, una de las últimas promociones que tuvo ella, aquí estamos en su cuarto, fíjese, las estanterías de libros, era un lugar muy cálido, el cuartucho de un pueblo perdido en la Patagonia transformado en un centro de cultura, suena algo exagerado pero es así, un mundo aparte, hasta existe un proyecto de la intendencia para hacerlo un pequeño museo, claro que es apenas un cuartito, pero también es nuestra historia, la poca historia de este pueblo. Aquí estamos yo y mi marido en la cocina, con la mesa servida, ella no aparece porque fue quien tomó la foto. Creo que más que nada lo que le interesaba registrar era la comida, a ella le gustaba mucho cómo cocinaba yo, esto que ve aquí son quepis crudos, sí, me parece que es una comida árabe. En esta otra está en su despacho, me la mandó desde Buenos Aires, fue por los días previos a la revolución y una no puede dejar de sentirse halagada, y a la vez extrañada, por el hecho que se acordase de nosotros en momentos tan especiales, cuando debía estar tan ocupada, pero así es ella de imprevisible, nunca se sabe bien con lo que va a salir. Bueno, pero tiene que prometerme que me las va a devolver, bajo esa sola condición. Para mí ya no son fotografías, son recuerdos que se vuelven más y más importantes a medida que pasa el tiempo. Cada vez se me hace más difícil vivir sin ellos. A veces me pregunto si no me estaré poniendo vieja.

-¿Qué te dijo el intendente?
-Lo que esperaba.
-¿Entonces para qué fuiste?
-Para que me dijese lo que esperaba.
-Y eso de qué te sirve.
-Me gusta saber dónde está el enemigo.
-¿El enemigo? ¿No estás exagerando? A mí me parece que le caíste muy bien.
-Eso no importa. El es el enemigo.
-Dice el maestro si no le puedo llevar un pastelito y una torta frita, que se está muriendo de hambre.
Mambrú se fue a la gueeerra chiribín chiribín chiribín

5
Pocos inviernos, en los últimos años, han sido tan crudos como éste. Incluso ha nevado en las provincias centrales. Olargoitía dice que es lógico, que acompaña a la crudeza de los tiempos. Me causa gracia, por no decir ternura, cómo alguien tan racional, tan exacto en las apreciaciones y que exige tanta severidad a sus propios juicios, debe recurrir a los símbolos, a las premoniciones, a las utopías disimuladas, a los talismanes de la historia. Se habla de contradicción. No estoy seguro. Más bien pienso en una integridad donde los elementos opuestos se abrazan sin conflicto, se encuentran unos con otros reconociéndose parte de una misma cosa. Para alguien que ha tenido una formación similar a la que he recibido yo, la poesía sigue sonando extraña, aprendí a relacionarla con cierto exceso de sensibilidad, con una visión poco práctica, de imaginación pura.
Debo admitir que estos escritos me ha influido, pero al mismo tiempo no cambiaron en lo sustancial mi imagen de ella. Más bien pareciera que la hubiesen reafirmado a través de una íntima conexión entre esa figura de mármol y sus miedos y vacilaciones, dos individualidades que no podrían sobrevivir una sin la otra. La presencia de estos apuntes no ha hecho más que completarla. A veces creo que en un cajón olvidado de su despacho he hallado, ni más ni menos, las piezas que faltaban de un rompecabezas, de algo casi imposible de desentrañar en su verdadera dimensión. No sé de qué me asombro. Después de todo es así como nos visitan los próceres, asomándose desde el pasado con sus batallas, sus dichos célebres, cargados con tanto bronce y tantas conmemoraciones que cada vez se nos hace más difícil desenterrarlos para que nos hablen desde la vida.
Y ahora este cajón lleno de interrogantes en un despacho vacío. Algo que aparece así, con la misma naturalidad con que estallan las guerras y con que terminan en pomposos tratados de paz, sin que nunca llegue a comprenderse del todo el por qué del principio ni el por qué del final. También cada una de estas páginas, cada línea, parecen buscar una sangría purificadora, construir la aventura de gobernar una nación desde las partículas más pequeñas, deshacerse en mil pedazos para volver a armarse, intentarlo desde una base, afirmarse por dentro antes que nada. No sé si lo logró o si lo logró parcialmente. Su gobierno ha sido una serie de marchas y contramarchas, de torpezas que parecieron aciertos, de fracasos al desnudo y de una habilidad excepcional en los momentos límite.
Si mis compañeros de armas pudiesen escucharme, si pudiesen leer mis pensamientos, seguramente me desconocerían. Me figuro que yo también debo de desconocerlos. Y es así como nos manejamos con retazos de los demás, unos pocos fragmentos, hasta que los hechos terminan por convencernos de que a la verdad que creíamos amarrada se la lleva la corriente.
Me pregunto qué ocurrirá a partir de aquí. Y cada vez que lo hago vuelvo a recurrir a las páginas del diario. Hojearlo una y otra vez, abrirlo en cualquier lado y recomenzar la lectura por azar. Parece un juego de acertijos aunque yo sepa que se trata de otra cosa. Es la búsqueda de respuestas, completar huecos que han quedado sin explicación y hallar un sentido sin el cual el camino por delante se vuelve cada vez más complejo y más improvisado. Y no es que un cerebro piense más que veinte sino que la capacidad de resolución es distinta. Veinte hombres que piensan son veinte direcciones diferentes. En algunas circunstancias pareciera que fuese preferible una decisión firmemente equivocada que varias a mitad de camino, ese ir y venir por rumbos que se entrecruzan mientras nos miramos con estupor y nos decimos que el objetivo es idéntico, que nuestra intención es llegar al mismo punto. Y es verdad. Es verdad. No hay aquí una sola alma que no pretenda la grandeza de la república, que no se permita soñar con ese destino, que entregue su fuerza y su imaginación a cuentagotas.
A veces la sensación de parálisis es tanto más patética cuando se tiene el convencimiento de que cualquiera de las direcciones sugeridas sería viable sólo con el propósito de llevarla adelante. Pero falta la directriz, la voz que pase por encima de todas las otras voces, la orden que, llegado el momento, prescinda de las sugerencias, de los consejos, de las advertencias. ¿Será ese el fundamento de la eficacia en algunas dictaduras? Cada día creo menos en la democracia, y no es por una fe dogmática en las jerarquías, que podría responder a mi formación militar, sino por esa enorme capacidad de los pueblos de escoger entre los dirigentes más mediocres, los representantes más corruptos, los líderes más perversos, de elegir una y otra vez a aquellos que viven traicionándolos y seduciéndolos con promesas cautivantes y discursos almibarados. Si el futuro de naciones enteras depende de una propaganda bien realizada, entonces para qué luchamos, para qué las ideas y para qué los que se comprometen con un esfuerzo estéril que a veces lleva toda una vida y donde el último paso puede ser el lecho de un río o una fosa común.
Pero no, no es cierto. Son estos momentos, estas tardes aquí, las habitaciones, el crepúsculo, su fantasma cautivándome desde los cortinados, detrás de la ventana, acaso sentado en ese sillón, hablándome desde estas páginas, advirtiéndome que la principal tentación del despotismo ilustrado es convertirse en despotismo a secas, cómo resistirse a semejante invitación, nada tan sencillo como dar la espalda al compromiso con la historia, prescindir del futuro y dejarse acariciar por la suavidad del presente, y sentir de una manera vaga que el presente puede eternizarse, años y años, y estas palabras en vez de darme respuestas me empujan con más fuerza hacia las mismas dudas, los mismos interrogantes.
A pesar de todo, la insurrección fue posible, y también fue implacable su capacidad de mando. Y nosotros obnubilados hasta el más cálido de los extremos, adormecidos como niños que se dejan mecer por una mano segura.
¿Desde dónde habría que partir? Sospecho que cada persona tiene una parte mágica, un lugar escondido, inaccesible, y que resulta ser nada menos que el motor de cada actitud, del pensamiento más insignificante.
Pero qué puede entender de esto alguien que ha sido educado entre campamentos, maniobras y fuegos de artillería. Tanto más imposible cuanto que estos escritos son una colección de enigmas, de viejos y recientes misterios que tampoco ella parece haber develado. Lo cierto es que cada decisión se encuentra en el fondo de su pasado, construida con cientos de experiencias, de hechos minúsculos, una partícula de nieve que va tomando otras y otras en su recorrido, hasta estallar transformada en una bola gigantesca. Eso fue la insurrección. Algo calculado, programado desde quién sabe qué momento. Supongo que tampoco fue casual que la sociología y la economía política entrasen en su vida con la misma pasión con que una muchacha de pueblo se enamora, se casa y sirve a su hombre con dedicación exclusiva. Y sólo un ciego podría no ver en sus libros, ahora, la resolución de alguien que se preparaba para gobernar. Claro que ni ella misma lo sabría. La realidad y el deseo van, muchas veces, por caminos distintos, y la historia no deja de ser un cúmulo de errores, aciertos, casualidades y hechos impensados que acompañan a un itinerario ya trazado. Pueden retrasarlo o acelerarlo, pero ahí está, como el índice de Dios, señalando una dirección inalterable.
Me llama la atención que estos apuntes arranquen en Campogrande, como si su vida anterior ocupase una zona oscura, un espacio vedado a la mayoría de sus recuerdos. Algo de ella nació en aquel lugar, o volvió a nacer y ese renacimiento fue el origen de otra persona, sensibilizada y a la vez endurecida. Después de todo, el intercambio entre una cosa y otra parece haber formado parte de su insomnio. A veces pienso en lo que debieron de ser los meses y los años en un lugar como ése, un invierno tras otro, el objetivo de aprender para reconocerse vivo, que la sangre circula y que es aire lo que llega a los pulmones. Supongo que no tuvo alternativa. La escuela de dos turnos y después qué. Matar el tiempo sería una forma de morir con el tiempo. No, no se tiene alternativa cuando el contacto con el mundo es la comunicación con el entorno, en un lugar donde el empleado de correos, el intendente, los otros maestros y hasta los hombres del destacamento, deben de constituir un grupo compacto, indiscutibles autoridades del pueblo, la aristocracia, la plana mayor. Y en esa situación, en algún momento, a solas en su cuarto o acompañada por aquella gente que en otras circunstancias ni se hubiesen mirado a la cara, con pocos vínculos en común salvo la soledad y esa sensación de empequeñecimiento en medio de una inmensidad sin árboles, sin colinas que quiebren el paisaje y un viento inmutable que la recorre día tras día, habrá tomado la decisión. Pero ¿cuál decisión exactamente? ¿Acaso es posible que tuviese un vago presentimiento de lo que podía ocurrir? Cada vez estoy más convencido de que su instrucción obedeció a una necesidad primaria de sobrevivencia, defendiéndose a su manera de la muerte, o en todo caso de la locura, su parienta más cercana. Ni la amistad de los maestros ni la presencia de aquellos chicos ni ese desierto pavoroso pudieron colmarla, estoy seguro. Necesitaba del destino, de un destino en movimiento que no le diera descanso, que no tuviese pausas. Era algo que estaba más allá, no sé... algo que la marcó en algún momento de su vida, una orden que debió cumplir de manera inexorable, tanto más fuerte cuanto que no era, posiblemente, consciente de ella. Y si hay algo que aprendió fue a esperar, como si tuviese la seguridad de que las cosas llegan si se crean las condiciones, ese resultado feliz entre lo buscado y lo aguardado. ¿Dónde lo aprendió? ¿Cuándo lo entendió? ¿Algo que maduró a partir de datos acumulados en su infancia, en su adolescencia? ¿Lo construyó durante los catorce años de su vida en Campogrande? ¿Lo concibió en soledad? ¿Lo descubrió en los libros o en su trabajo sobre aquellos chicos?
Pensar en todo esto se me figura un antídoto, un calmante que me permite sosegarme, abandonarme a un sopor narcotizante, la consentida gratificación diaria. Un claro entre nubes cargadas de tormenta. Quien pudiese verme pensaría lo contrario, que de trajinar por reuniones de urgencia, pasillos ministeriales y asuntos de Estado, llega el anochecer, la hora de la convalecencia, y caigo en un pozo melodramático, en el desaliento, cuando es justamente lo contrario. Hay algo de vivificante en esta melancolía, ciertas cosas parecen aclararse, observarse desde otra perspectiva. Son los momentos en que la oscuridad se vuelve gris, en que puedo hablarme y sondear mi propia incertidumbre.
Sin embargo a veces me siento cansado. Verdaderamente cansado. Incluso ha vuelto a aparecer este viejo dolor en la cintura. Palma, tan recurrente a los lugares comunes, me ha hablado de un mal movimiento, un golpe de aire, que los años no vienen solos. Una sensibilidad insólita nos ha amurallado, nos ha hecho cómplices. Se moderaron los resquemores, las mutuas desconfianzas, los recelos que a veces caracterizan a los funcionarios de distintos ministerios. Nos buscamos y reconocemos nuestra necesidad en la necesidad del otro, extrañamente complotados por los intereses, las estrategias. Es así, nunca había tenido esta conciencia del prójimo porque a pesar de que todo gobierno configure una casta, la competencia entre miembros de gabinete crea escisiones, hace una unidad de cada equipo, de cada hombre, lo aparta y lo reduce a sí mismo. Pero aquí estamos todos ahora, igual a estacas en pirámide que se apoyan unas en otras para no desmoronarse. En un momento de la reunión de esta tarde, Palma sostuvo que hay acontecimientos que desnudan con extraordinaria facilidad la grandeza o la miseria de las personas. Como lo dijo fuera del tema que se trataba, sus palabras sonaron como un petardo en medio de una sinfonía. La verdad suele vestirse de las formas más grotescas para parecer poco creíble. Pero su propio peso le dio fuerza y de una sensación de ridículo se pasó al asentimiento, con sólo el silencio de por medio. Sentí que hasta Olargoitía lo aprobaba con la mirada.

6
Hasta hay un resto de pudor por sentirse así, henchida, cualquiera diría con orgullo al caminar con Hilda por las calles céntricas de la ciudad, detenerse, mirar vidrieras, y después Hilda la verdá éste te queda muy bonito, pero el tono... ¿no tendría algo un poquito más claro?, un cremita, conducida, arrastrada, sostenida, con esa oculta satisfacción de ser una mujer, con Hilda y sus comentarios, Hilda y sus consejos, las palabras de Hilda como caricias, como arrumacos para los oídos mientras supongo que no irás a comprarte ese cinturón de víbora, traen mala suerte, la protección, los mimos de Hilda que no se cansa de hablarle, de mirarla, de mirarte esa sonrisa indisimulable, Eleonora, que se te ha pegado a la cara desde que llegaron a Neuquén a eso del mediodía, que sí, que Trelew está más cerca, que no, que Neuquén tiene negocios más lindos, ya vas a ver, con la idea poco simpática de atravesar todo Río Negro, no importa, haceme caso que yo conozco, y ahí están, Eleonora, las dos, regocijándose por las calles de esa ciudad que ves por primera vez y que tiene algo de mágico, como todas las ciudades que se ven por primera vez y que vamos Eleonora, no vas a estar toda la tarde metida en esta librería, con ese calor insólito que ya entrado marzo todavía calcina el pavimento y que le da espejismos al horizonte, vos e Hilda, Hilda y vos, con todo el aguinaldo de diciembre en los bolsillos, y también los sueldos del verano para despilfarrarlos, qué felicidad la felicidad de Hilda de verte con la cara iluminada, cargando esos paquetes de blusas, de medias, de libros, mirá esos aritos si no son divinos, ¿a ver?, te quedan bárbaros, casi hastiada, rebasada de sentirte tanta mujer, y una gratitud hacia Hilda que no sabés cómo expresarla: te invito a tomar el té, entonces Hilda menos mal, ya estaban empezando a dolerme los pies, la ciudad con sus rincones ocultos, su aire desconocido, sé de una casa galesa que no la vas a olvidar nunca, te sirven diez o doce porciones distintas de tortas, unas tostadas que, unos dulces como, mirá lo que es este paisaje, Eleonora, esta vista, los árboles, aprovechemos para llenarnos de verde.
Entonces aparece esa figura que recordará hasta mucho tiempo después, la mujer de cuerpo erguido, encanecida, de piel rosada y ojos de un color que no puede precisar con exactitud, entre grises y celestes, con toda una historia metida en ellos, todavía un fondo de dolor por el desarraigo de padres o de abuelos, el orgullo disimulado de quienes han venido y vencido, tal vez la belleza de la tierra adoptada, la manera con que observa a Hilda porque seguramente la reconoce de otras veces, aunque venga una vez por año, la amabilidad sin esfuerzos, sin artificio, dos tés completos por favor, con todas esas cosas ricas que usted hace. La mujer también mira a Eleonora y descubre sus interrogantes.
-Sus abuelos llegaron aquí en 1890.
-¿Cómo?
-Que sus abuelos llegaron a fines de siglo. Es de segunda generación.
Vuelve la cara hacia la calle. El cristal de la ventana le revela que la mujer ha desaparecido tras la puerta de la cocina.
-Por un momento me pareció que se puso algo tensa.
-Debe ser por esa dulce mirada antropológica que tenés a veces...
-No fue mi intención.
-Ya lo sé, por eso te lo digo, para que te des cuenta.

y una habla de ese viaje a Neuquén como si hablase de una excursión a París y de pronto se le hubiese dado por entrar en La Sorbona, pero más allá de las comparaciones fue realmente un viaje decisivo. La convencí de ir a comprarnos cosas, mirar vidrieras, ver lugares bonitos, y terminó con un par de carreras anotadas en su libreta, montones de datos, imagínese, que las fotos, el papelerío, los exámenes de ingreso, todas las averiguaciones, tuvimos que quedarnos un día más, ir a un hotel. Ahora, a la distancia, una se da cuenta que vivía preocupándome por cosas insignificantes, pero en ese momento... le habíamos dicho a Mario que íbamos y volvíamos en el día porque aprovechamos el viaje en camioneta de un vecino del pueblo que nos llevaba y nos traía, en aquel entonces había ómnibus solamente dos veces por semana, para colmo las clases se nos venían encima, había que preparar los programas, estuve a punto de volverme sola. Bueno, no sé, supongo que en el fondo tenía un poco de miedo que se quedase, de no volver a verla, que se perdiese para siempre. Era una sensación rara porque me parecía que podía esfumarse en el aire con la misma facilidad con que apareció de repente aquella noche, en pleno invierno. Por supuesto que era la imaginación de una, a dónde iba a ir, lo que pensaba hacer podía hacerlo desde Campogrande, y fue así nomás. Pero nos habíamos hecho tan amigas que el solo hecho de dejarla en esa ciudad me asustaba, me sentía preocupada, pura tontería, pero me hubiese quedado con ella todo el tiempo que fuese necesario, hasta que volviésemos juntas. Por suerte conseguimos auto al otro día, ya de tarde. Al final ni siquiera tuvimos que pagar pasaje.

La mitad de la tostada en la boca, sin atreverse a morderla, así, petrificada, con un hilo de miel que se escurre por el borde y se hunde en la taza de té. ¿En qué momento le pareció escuchar que lo abandonaba, que estaba dispuesta a resignarlo? A resignárselo. No es eso lo que había escuchado. La tostada termina de crujir, triturada con un pausado movimiento de mandíbula que trata de pasar desapercibido. Hay algo de cómico en todo eso. El bufón de palacio que aparece a destiempo, cuando la obra todavía no ha concluido.
-es que no estoy segura, si me quiere, si no me quiere, es como deshojar la margarita
y no es por entregar un hombre sino por esa amistad que protegen con celo, hasta con cierta sabiduría. Nunca podrían conservarla porque el aire estallaría a la primera caricia de Mario, al primer beso. Se figura la imagen de Hilda observándolos desde un rincón, entre las sombras, sólo sus ojos encendidos como luciérnagas. Tiene ganas de reír pero la imprevista presencia del bufón hace que el público permanezca serio para cuidar la compostura.
-No sé qué decirte, no imaginaba
que debe de haber escuchado otra cosa, uno de sus viejos y siempre fieles fantasmas que le susurran al oído, que le murmuran secretos obscenos, voces oscuras que nunca salen a la superficie. Es idea suya. Hilda no puede haberle dicho eso, y
-cuanto más lo conozco menos me parece que
las palabras vuelan con Hilda, que hasta hace sólo un momento se solazaba con su té galés, sus tortas aromáticas, sus dulces ojos de mermelada untados pacientemente en las rodajas de pan casero, como si hablase del buen tiempo, de lo rápido que se pasó el verano, aunque con ese exceso de solemnidad que alguna vez vio en los dramas de amor televisivos de tres a cinco de la tarde, y sin embargo
-será otra su manera de querer, Mario es una persona rara. En el fondo
-que te veía algo triste, preocupada. Supuse que ibas a pedirme si no quería ser la madrina de casamiento, pero ahora, de pronto, me venís con
esas palabras que suenan a gritos, solapados gritos de auxilio, esperanzados, desgarradores, envueltos en terciopelo, en una sinfonía de algodones que se empeñan en decirme
-¿Vos no pensás lo mismo?
¿Si no pienso lo mismo? ¿Si no estoy segura de que me quiera?
-No, no pienso lo mismo.
-Quería saber tu opinión, qué te parece, porque Mario me tiene muy confundida, no alcanzo a comprender
esta carnicería de palabras que no hablan de lo que hablan, que emergen de sus nidos como aves de rapiña, que conmocionan sin dar respuestas.
-Pero ¿hablaste con él? ¿Te dijo algo?
-Sabés cómo es Mario, pareciera que diese todo por sobrentendido. Y a vos ¿te comentó algo?
-¿A mí?
que se deshacen, se desgranan, juegan a las escondidas, palabras sin inocencia que se duplican una y otra vez, que toman por caminos extraños, meras abstracciones,
-Varias veces los vi hablar durante los recreos. Pensé que en una de ésas
se superponen, se insubordinan, se ocultan, se desmienten, se parecen para negarse, palabras que son espejos de palabras, que danzan solas
-cosas de la escuela nomás, a veces
furiosas, empeñadas en burlarse de quien habla, de quien escucha.
Por qué no acudimos a los sonidos limpios, sin equívocos, por qué no aullamos, no rugimos, no gorjeamos...
-No somos animales, Eleonora.
-¿Qué?
-El matrimonio no está hecho para la reproducción. Después de todo podemos reproducirnos sin matrimonio.
Comienza a percibir un lejano dolor de cabeza que, presiente, culminará en un puré de aspirinas. Trata de concentrarse en Hilda, en esa mirada que busca con desesperación alguna respuesta, en el movimiento de los labios, con el empeño de un sordomudo a quien las palabras se le escapan, que atrapa eslabones sueltos y que intenta volver a encadenarlos en un esfuerzo agotador.
Un niño y una niña han aparecido en la calle poco transitada y juegan a tirarse un disco. El disco planea de un lado a otro en un deslizamiento perfecto, como si el aire fuese una pista de patinaje. Los niños lo toman al vuelo entre saltos y risas y morisquetas.
-una se hace cuestiones por nada.
-estoy tratando de
-que podría casarse, tener hijos, ser feliz y hacer feliz a una mujer
-¿entonces?
-que no es ninguna en particular, basta que lo quiera, le cocine, duerma con él, que sería lo mismo con ésta o con otra
¿Cuál otra? ¿De qué otra me habla? El disco vuela demasiado alto esta vez y el niño no logra atraparlo. Acaso los fantasmas dejan de ser intangibles, volátiles, y se transforman en imágenes de carne y hueso. Hilda se sirve una nueva taza de té y la otra permanece estática, con las manos bajo la mesa, descansando sobre los muslos. El niño se queja, le grita a la niña que se lo tire bien, que así no vale.
-¿es tan importante?
esa pretendida ingenuidad con que quisiera zafarse, irse, disolverse en un acto de idiotismo premeditado, pero Hilda vuelve a sujetarla.
-No, no es muy importante. Se trata nada más de saber con quién voy a compartir mi vida los próximos cuarenta o cincuenta años.
Y esta vez es el niño, en su intención de tirarlo con violencia, quien desvía el disco, que da contra un automóvil estacionado. Dos mujeres sentadas a la mesa. Dos mujeres que hablan de sus cosas mientras toman un té que ya no es infusión para convalecientes sino una ceremonia de dos señoras que hablan de sus cosas. Observa la escena desde el cielorraso, sostenida de una viga. Lo ha intentado, no logra dejar de verse desde allá, dos señoras que toman el té, como si el alma se le hubiese desprendido del cuerpo. Con ese lejano dolor que crece y crece igual a un tumor que más tarde o más temprano reventará en su cabeza y que se extenderá como acero fundido y derramará ese líquido humeante por las circunvoluciones, por cada grieta del cerebro, bloqueando la razón, el pensamiento, su siempre ponderada capacidad para escuchar, asediada, inmovilizada. Si tan solo pudiera recostarse por un momento
-pensé que te habría comentado algo. Estoy atontada, no sé qué hacer.
-Yo tampoco sé qué decirte. Será que para ciertas cosas estamos solos,
pavorosamente solos, como fieras acorraladas en la noche, que babean su angustia, que no tienen tiempo de lamerse las heridas, que deben elegir por un camino o el otro; uno los pierde, el otro los salva. Ni siquiera un instante para pensar. Decidir a ciegas mientras se siente la cercanía de los cazadores, la luz de las antorchas, el ladrido de los perros.
-¿Vos te casarías con un hombre que no sabés si
Hilda, por favor, yo no me casaría con él, pero las palabras, las condenadas palabras quedan atascadas en la lengua, se disuelven, regresan a la garganta transformadas en un hilo de saliva, llegan a la boca del estómago, el miedo de ofenderla, el miedo de lastimarla, el miedo de reducir sus sentimientos a una novela rosa, el miedo, el miedo
-de no saber con quién estoy, si voy a ser feliz con ese hombre
-charlar con él, preguntarle
-preguntarle qué. Cómo voy a conseguir la respuesta que necesito si ni siquiera estoy segura de la pregunta. Además, sabés cómo es, pareciera que viviese en otro mundo, que las cosas le pasasen por el costado
-a veces yo también he sentido no
-y no quiero terminar casándome con él porque es el único hombre del pueblo que vale la
-ahhh
-y después los hijos
-la realidad
-pero no con cualquiera, Eleonora
-me asusta no poder darte tan siquiera una opinión
-y vos, ¿has pensado en
-pensé demasiado
-¿es que somos distintas en eso? ¿se es distinta ante un hombre?
¿ante la soledad?, ¿la irresistible necesidad de calor?, ¿de saber que alguien nos espera en casa?, ¿de saber que alguien a quien esperamos nos hará escuchar sus pasos y abrirá la puerta
-clausurada, encerrada con tus libros, el trabajo en la escuela
acaso mutilada, incompleta, desviscerada, me siente sola, aislada del mundo, la sombra de una piedra en el desierto. Pero la sombra forma parte del desierto y el retiro es el salto previo para zambullirme en el mundo. No somos distintas. El desierto que habitamos es distinto.
-como si fueses una vieja resignada que ya no
-solamente una menopausia por adelantado -con esa sonrisa que se esfuma desde el instante en que aparece y que los labios mantienen congelada.
-¿Y si un hombre como Mario te propusiese
el deseo de abrazarla, abofetearla, gritarle que no, de poner la mano sobre su mano y apretarla para que sepa que no hay nada invisible entre las dos. Las venas de las sienes laten al ritmo de un corazón encefálico, un corazón aparte, se pasa la mano por la frente, hecha el pelo hacia atrás y el chico sigue quejándose, está cansado de ir a buscarlo al fondo de la calle, a la vereda, bajo los automóviles estacionados. Que se lo tire bien, que así no va a jugar más. Porque la niña quiere imitarlo, lanzar el disco con fuerza, y el disco que vuela hacia cualquier lado, que parece gozar de la libertad de un comando propio.
-tendría que presentarse esa situación para saber qué le contestaría. ¿Habrá aspirinas aquí?
lo más concreto, rotundo, lo más cristalino posible. Sin interpretaciones, sin malentendidos. Y si no es verdad, se hará verdad algún día. Se irá construyendo de a poco, tal vez con los meses, o con los años. La verdad será un acto de creación.

-Mario te quiere. Lo he visto en sus ojos.

más o menos, es posible que en algo la ayudásemos, si tomamos en cuenta el apoyo moral, usté sabe, estar con ella, acompañarla, yo creo que de alguna manera le servíamos de estímulo, aunque muchas veces le criticamos el hecho que se quedase aquí, me acuerdo que a veces le decíamos que no perdiese más el tiempo en un lugar como éste, más cuando terminó sus estudios, siguió sacándole provecho a su tiempo, aquí lo tenía de sobra a pesar del doble turno y de los tres grados que tenía a su cargo, fuera del trabajo no había en qué entretenerse y eran bastantes las horas libres, como se podrá imaginar. Fue por esa época que también empezó a escribir. Bueno, no es fácil contestar a esa pregunta, únicamente ella debe saber en el fondo por qué se le ocurrió o qué necesidá tuvo de hacerlo, la cuestión que cuando se anotó en la universidá del Comahue empezó a viajar bastante seguido, seguido digo yo una vez por mes o algo así, más que nada para los trámites y para rendir exámenes. No sé si le fueron complicados, a lo mejor tuvo algunas complicaciones al principio, imagínese, la cuestión de los exámenes libres y los profesores que siempre tienen sus preferencias por los alumnos regulares, pero cuando se enteraron de dónde venía empezó a ser algo así como la niña mimada, le tenían mucha consideración. Claro, ése fue su primer apodo. Me parece que fue la chica de la ventanilla, la que se encargaba de todo el papelerío, después algunos profesores empezaron a decirle la maestrita de Campogrande, ahí viene la maestrita de Campogrande, no sé si con un poco de burla, o de fascinación, o un poco de las dos.

7
¿Hace cuánto que no tomaba estos apuntes?, esta clase de escritos que algunos llaman diario pero que aquí corren el riesgo de transformarse en mensuario, o aún más. Esta acumulación de malentendidos considerados autobiográficos, un hábil recurso para ocultarnos y confundir a algún lejano desprevenido a quien haremos cómplice en este juego de ignorancia mutua. Los años en Campogrande parecen haber escapado a la cronología de los almanaques, el tiempo se ha vuelto tan inasible como el aire, apenas un detalle más de toda esta vasta soledad. Las palabras que escribo, el desierto, el viento, yo, somos la misma cosa, se mezclaron nuestros colores y nos pintamos de borravino. Si no fuese por el reloj despertador que me zarandea todas la mañanas, por el horario de la escuela, sin esos accidentes que ponen referencias al flujo de los días, podría decir que deambulo por un lugar sin límites, que voy de aquí para allá, a la deriva, flotando en una realidad que me adormece. Incluso las referencias hacen a los días tan iguales unos de otros que ya no sé si el tiempo transcurre o si continuamente vuelvo a un punto de origen. Pero son sensaciones, y mis sensaciones suelen tener un sabor a injusticia. A veces, cuando retrocedo a las primeras páginas, me doy cuenta de todo lo que ha cambiado. Son la parte gráfica de la memoria, de mi frágil y escurridiza memoria, y que me permiten recorrer el pasado de una mujer que llegó aquí hace algunos años y que se ha desvanecido. Al releer parte de estas notas no logré reconocerme. Acaso el tiempo es el cincel de un escultor paciente y obsesivo que recién termina su obra en el instante de nuestra última exhalación. Ardua tarea.
Las encontré por casualidad, mientras buscaba otros papeles. Estaban debajo de una montaña de carpetas atiborradas de estadísticas agropecuarias, datos históricos, porcentajes, referencias políticas, análisis comparativos, relaciones económicas, perspectivas de desarrollo, indicaciones, citas, informes de las Naciones Unidas, todo el submundo de la realidad descansando sobre el mundo real, el único que en definitiva nos pertenece. A veces he sentido que un desmesurado crecimiento hacia afuera puede atentar contra esas zonas sagradas que nos individualizan. Quisiera aspirar hasta la última partícula de cada situación, de cada paisaje, de cada olor, desnudar sus secretos, atraparlos en el instante que se encuentran distraídos. Cuando mi olfato empieza a desconfiar de la instrucción, del conocimiento enciclopédico, ahí está el desierto con su bola naranja escondiéndose en el horizonte, los chicos, los inviernos, la amistad de Hilda y de Mario que cada día se muestra más incondicional, todos ellos, dispuestos, con ese sorprendente sentido de la fidelidad, transformándose dentro de mí en algo capaz de tomar una fortaleza por asalto y dejarla reducida a escombros.
Seguramente no previeron eso cuando fui invitada al congreso pedagógico en Comodoro, a raíz de los artículos que empezaron a publicarme los periódicos de la provincia y del Neuquén. Para los organizadores, mi tibia celebridad se transformó en un búmeran y finalmente en un escándalo, cuando después de teorizarse sobre el sistema computarizado de la enseñanza y sobre las técnicas desarrolladas en Francia y en los Estados Unidos aplicadas a la realidad nacional, denuncié casi a los gritos que en mi escuela no había tizas para escribir en pizarrones prácticamente deshechos y que los chicos no contaban con cuadernos ni lápices y que esos elementos eran provistos las más de las veces por los propios maestros, y que tampoco tenían dónde realizar sus tareas porque los pupitres estaban desmantelados, y que la mayoría asistía a clase gracias a las galletas y al mate cocido que recibían al comenzar los turnos. Fue una exageración, claro, pero la exageración es lícita cuando forma parte de una verdad sólo exacerbada. Mario se las ingenia para reparar todo lo que puede haber dentro de un aula, las partidas para el comedor no son tan mezquinas y la gente de la zona suele colaborar con material didáctico. De todos modos, sirvió para tres fines; para que se tomase conciencia de los desniveles, sobre todo entre la ciudad y el campo, y que el tema del congreso no podía tratarse desde la perspectiva de las naciones desarrolladas, para que se recibiesen contribuciones desde varios puntos del país, incluyendo Buenos Aires, que entre otras cosas envió dos ventiladores y algunas estufas eléctricas, y para que me bautizaran con un nuevo apodo: la loca. Creo que el escándalo llegó hasta mis profesores de universidad porque en los últimos exámenes alcancé a percibir ese tipo de sonrisa cómplice, y no por casualidad obtuve las calificaciones más altas de los últimos tiempos.
En estos días he estado ocupándome de reunir los artículos desperdigados en los periódicos, pero son varios los que se han perdido. De unos pocos conservo los originales y en otros hice el intento de reconstruirlos, tarea que he descubierto más compleja que escribirlos por primera vez. También traté de reconstruir, o tan siquiera rememorar, la circunstancia y el estado particular de ese momento, pero continuamente asomaban elementos nuevos, nuevas conclusiones y hasta una forma distinta de presentarlos. Y sólo han transcurrido algunos meses, en ciertos casos poco más de un año. Y aunque hubiese sido ayer, todo parece irrepetible. No me resultó agradable descubrir que cuando leo un texto, la persona que lo escribió ya no existe. Pero me siento entusiasmada con la propuesta de ese editor que me detuvo a la salida del congreso, que dijo que había leído algunos de mis artículos, que mi experiencia como maestra en Campogrande era invalorable y única (sic) y que debíamos aprovecharla. Cada día me siento más rara, como si algo extraño que desplaza a las vísceras, que escapa a mi control, estuviese creciendo dentro de mí. Lo único que reconozco es que ha contribuido a agudizar mi ciclotimia, esa vieja compañera de cuarto. De la euforia paso al desaliento y del desaliento a la angustia. A la noche siguiente estoy de vuelta compilando artículos, ordenándolos y escribiendo otros nuevos, para preguntarme por la mañana si todo esto vale la pena, si sirve de algo o será un nuevo montón de papeles perdido en las estanterías. Es el bichito de la ambición, se ha reído Hilda. Campogrande empieza a quedarte chico.
Alejandro se ha recostado. Por momentos hace que duerme pero cada tanto lo descubro mirándome; posiblemente espera que apague el farol de una vez y vaya junto a él. Creo que está algo celoso de mis papeles, de que me pase horas y horas trabajando y de que no le preste tanta atención como antes. Sin embargo ha tenido la prudencia de no manifestarlo demasiado y de arrastrar su resignación a la cama más temprano que de costumbre.
Hoy, como tantas veces, me he reconocido a través de los chicos. Ellos parecen señalar mi grado de sensibilidad, de comunión con esta tierra. El desierto se me ha metido dentro. La formación es un intercambio continuo, sin escrúpulos, sin condiciones. Se da porque sí, porque así está ordenado por leyes no escritas y por todos conocidas. El horizonte varió mi perspectiva, las cosas tienen otras formas, otros colores, nuevos matices, inimaginables años atrás. Y a pesar de tantos cambios, el espejo sigue sin abandonarme. Podré crecer, dudar, romperme en mil fragmentos para mostrar las mil caras que soy capaz de ofrecer al respetable público, pero ahí está, presente, aprovechándose de mi confusión porque nunca sé quién busca imitar a la otra ni cuál de las dos siente íntimamente lo contrario. ¿Fue ella o fui yo quien permaneció observando a los chicos cuando agarraron al perro? Creo que el animal tenía sarna; se rascaba continuamente y un costado de la cabeza, alrededor de una oreja, estaba pelado. La instrucción democrática machucada en las clases rindió sus frutos. Tuvo un juicio imparcial de final previsible. Como el perro se dedicó a husmear los pies del defensor, del fiscal y de algunos miembros del jurado, terminaron atándolo a una estaca. Fue una defensa real, fundamentada en que el perro no tenía la culpa, que nadie se enferma a propósito, que los enfermos no merecen castigo sino un hospital donde curarse. La acusación también fue real y sostuvo que el defensor estaba hablando de cosas que no existen, que no existía en Campogrande un hospital para perros sarnosos y que representaba un peligro para la comunidad porque podía contagiar a cualquiera. El jurado lo declaró culpable por nueve votos contra dos y el juez estableció la condena. Supongo que el animal se dio cuenta porque cuando lo trasladaron con una soga sujeta al cuello, se negó a avanzar y debió ser arrastrado sobre sus patas traseras. Cuando llegaron a la canchita de fútbol que da a los fondos de la escuela, estuvieron discurriendo todavía un poco más y decidieron sobre el método y el verdugo. Durante esos minutos el perro intentó su propia defensa mirando con gestos de simpatía a quienes lo rodeaban, procurando hallar entre aquellos rostros alguno que le fuese favorable. Pero su suerte estaba echada a pesar de que moviese la cola para distraerlos de su decisión o de que solicitase alguna caricia para que todo quedase olvidado, que allí no había pasado nada, que se trataba sólo de un juego, de un malentendido. No sé por qué eligieron a Ruiz, físicamente el más pequeño, e hicieron pasar la soga por sobre el travesaño de un arco. El perro dejó de mover la cola y bajó las orejas. Cuando Ruiz tiró de la soga, el animal apenas se elevó unos centímetros sobre el suelo. Entonces se escuchó un aullido ronco en el momento que el pequeño Ruiz lo dejó caer, asustado por el grito y por las sacudidas del animal en el aire. El perro intentó huir pero el fiscal saltó sobre la soga y el prófugo quedó reducido. La volvieron a pasar sobre el travesaño. El juez le dio un empujón al pequeño Ruiz y lo apartó del escenario. El aparato de justicia se mantenía intacto. El mismo fiscal fue el encargado de tomar las patas traseras para evitar las sacudidas cuando elevaron al perro por segunda vez. De pronto sentí la voz de Hilda a mis espaldas que me preguntaba por qué estaba todavía allí, que me suponía en la casa, y qué hacían esos chicos en la canchita de fútbol. Le respondí que detrás de toda crueldad hay un acto de reparación, un intento de justicia, pero sigo sin saber si fui yo quien lo dijo o si me lo dictó la imagen del espejo, que se interpuso otra vez entre las dos.
Creo que Alejandro se ha dormido por fin. Me gusta verlo respirar, con esa respiración laxa, distendida, de quien está en paz consigo mismo. He llegado a envidiarlo. Sin embargo, en los últimos tiempos, vengo sintiendo una especie de sosiego irreconocible. Es como un tibio gesto de reconciliación que de vez en cuando se asoma, desaparece y vuelve a asomarse. Y esto que escribo me obliga a un balance y a pensar en qué sería de mí de haber seguido en Buenos Aires, qué caprichos andarían dando vueltas por esta cabeza, si continuaría con mis padres, o viviría sola, en todo caso. Pero es todo hipotético, una montaña de suposiciones. Podría tantear la historia de algunas amigas, de las más cercanas, las que tomaron direcciones similares, cada una con sus accidentes, sus realizaciones y sus fracasos, pero con un proyecto común, el que pude tener yo, el que mejor se ajustaba a mi destino, y así y todo imaginar la vida no vivida es comprometerse enteramente con la ficción.
A pesar de los años, hay momentos inextinguibles que la memoria parece conservar hasta con las sensaciones. Una decisión es siempre repentina, aunque se haya meditado durante semanas, y todavía soy capaz de percibir aquel susto cuando resolví dejarlo todo, mi cuarto, mis amigos, el profesorado, tal vez el matrimonio, los hijos, el bienestar, un itinerario tan bien trazado, una existencia pulcra, ordenada, y de pronto la ruptura, el derrumbe de una circunstancia que perdió valor porque sí, porque había algo de insostenible en todo aquello. Se me endureció la garganta, sentí que me ahogaba, no podía detener la agitación en el pecho, creí que una parte de mí había enloquecido. Me quedé un buen rato tirada en la cama, con los ojos cerrados, hasta que el cuerpo volvió a la normalidad. Pero cuando me levanté ya no era la misma. ¿Qué fue lo que se quebró? ¿Qué demonio jugó conmigo de esa manera y torció el rumbo con tal impunidad? Llegué a desconocerme, a no saber quién era aquella mujer que estaba ahí parada, en medio de la habitación. Durante la cena me preguntaron qué me pasaba, me notaban rara, y sentí una terrible vergüenza, descubierta, desnudada por la humanidad, y después vergüenza de mi vergüenza, y después odio hacia ese pudor injusto que me habían arrancado con una pregunta pueril.
Fue un placer extraño decir que me iba, que me iba a no sé dónde, que ya había pedido el pase, hecho los trámites. Aquel renunciamiento estuvo acompañado de tantas cosas. Hubo algo de crueldad, de audacia, de cobardía, tal vez necesité probarme, probar que podía extirparme de raíz y trasplantarme, volcar el mundo, ponerlo patas arriba. Creo que también hubo bastante soberbia. Mandarme a mudar con los marginados, los desposeídos, con aquellos que más me necesitaban, los más pobres entre los pobres. Qué omnipotencia. Llegué aquí con un montón de miserias y me encontré con esta riqueza insospechada. Entonces fue preciso hacer un segundo renunciamiento, pero éste es más lento y doloroso. Una sangría que fluye y fluye y baja y se la chupa la tierra.
Me impresionó particularmente cuando reconocí que empezaba a ser abandonada por mis amigos, que la distancia era cada vez más profunda y más violenta. Uno me pidió que le comentase qué tal eran los boliches bailables de Campogrande. ¿O es que yo los abandoné? Las cartas se fueron haciendo más espaciadas, tres semanas, mes y medio, seis meses, para mis cumpleaños, las navidades, cada vez más sola, cada vez más lejos, hasta que dejaron de escribirme. ¿O es que yo los abandoné? ¿Dónde están ahora? ¿Quiénes son?
Alejandro, quizás aburrido de dormir, se despabiló de golpe y saltó sobre la mesa. Suele adoptar la misma ceremonia, se lame las patas, se limpia la cara, se despulga como para cumplir con un compromiso de higiene, y después busca un hueco entre los libros donde recostarse. Puede pasarse horas mirándome trabajar. Su presencia se me ha hecho inestimable. De vez en cuando desaparece, ostentando su autonomía. Incluso ha llegado a ausentarse un par de días, pero siempre vuelve. Ha crecido bastante desde aquella tarde en que entró con desconfianza, olfateó hasta el último rincón y se instaló como dueño de casa. Al poco tiempo daba la sensación de haber nacido aquí. Desde entonces, el cuarto no es lo mismo sin él.

8
La pedagogía insurgente, de Eleonora Pla
Según reza el informe de la contratapa, la autora de este trabajo ha obtenido una interesante experiencia como maestra en zonas denominadas "marginales", esto es escuelas ubicadas en los suburbios del Gran Buenos Aires, y desde hace varios años en una localidad de la meseta patagónica, donde elaboró un estudio tendiente a resaltar las diferencias de conducta y de aprendizaje entre un grupo y otro, sometidos a distintos tipos de violencia.
Más adelante emprende, a su vez, un paralelo entre estos grupos tomados como unidad y el alumnado perteneciente a los grandes centros de instrucción (sobre los que no dice tener experiencia). No obstante se siente autorizada a emprender un complejo análisis de las características de estos grupos y de sus dificultades o facilidades para salir airosos de un programa educativo, que por momentos quiere ser preciso y concreto pero que suele acudir a vagos conceptos generales, en una aparente deducción de aquellos datos. Los factores alimentarios, la incidencia del contexto, la falta de un programa realista aplicado a zonas de bajos recursos y de difícil comunicación con las áreas metropolitanas y los centros de decisión, son algunos de los componentes sobre los que la autora ha puesto en práctica un sistema educativo propio, basado en técnicas que acuden directamente al inconsciente del alumno, quien termina registrando su condición de desplazado por una sociedad que lo considera ciudadano de segunda, y a proponer las herramientas con que se lo puede dotar para que sea el mismo alumno el encargado, en un futuro promisorio, de revertir esa situación.
En los trazos más gruesos, puede advertirse la huella del brasileño Gilberto Freyre, y tal vez no sea casual que La pedagogía insurgente se esté traduciendo al portugués, según datos de la editorial. En un esfuerzo ciertamente agotador, fundamentado en porcentajes, estadísticas, observaciones regionales y vericuetos sociológicos, la autora se ha empeñado en comprobar la condición subversiva del Estado, lo que ha denominado `el terrorismo subterráneo', volviendo contra los gobiernos los argumentos que éstos han esgrimido para con ciertos grupos acusados de pretender alterar -y hasta destruir- los valores de un sistema que podrá tener sus fallas, pero que ha demostrado ser el menos nocivo respecto a la integridad del individuo.
El bumerán que la autora le devuelve al sistema regresa otra vez hacia ella. Porque es en este punto donde fracasa, precisamente, su concepción global en la relación de opresores y oprimidos. La pedagogía insurgente, al intentar sostenerse desde el fundamento político, deriva con asombrosa facilidad en aspectos tales como la reforma agraria, la deuda externa o las empresas transnacionales. Luego de una extensa letanía sobre las circunstancias en las áreas suburbanas y rurales, y sobre la falta de recursos -elementos ya por todos conocidos-, acude a la anacrónica receta de una estructura socializante, en un momento como el actual, donde las ventajas de la iniciativa privada y de la economía de mercado han quedado demostradas, sobre todo si las cotejamos con el producto de esa organización social que se autodefinió más humana y más justa y que ahora debe desandar el recorrido en busca de su dinámica natural: la libertad del hombre, motor esencial de su potencia creadora.
En definitiva, un libro bienintencionado, escrito por una autora que conoce su materia, de una profusa documentación, pero que nació a destiempo. (Ed. Alborada, 281 págs.)

9
Los anales de Campogrande no registran, ni registrarán por mucho tiempo, un acontecimiento similar. No fueron pocos los que, hurgando en el desván de los recuerdos, comentaron que aquella fue la única acción concreta del intendente, la única rescatable en la memoria de tres lustros de administración entumecida y feudal.
-Cómo fue que conseguiste este milagro -le dice Hilda por lo bajo, con ese susurro cómplice que quisiera lanzarse por los altavoces.
Y ciertamente, no fueron amplificadores los que faltaron desde que el intendente en persona decidió sacar los parlantes de su chalé y sujetarlos a postes que ordenó clavar a un lado y otro de la calle. De este modo, el vecindario entero creyó adueñarse del equipo y de la música que, según Eleonora, le correspondía por derecho propio.
-Te aseguro que es lo último que hubiese querido que hiciese. Esto es un disparate.
-¡Vamos, Eleonora! Que seas una puritana, vaya y pase, pero el desagradecimiento es un pecado capital -aunque Hilda se ríe porque sabe lo que Eleonora piensa, y le fascina que sus comentarios más mordaces suenen a ingenuidad.
-Quisiera descubrir de dónde trajo tantos caballetes y tablones. Algún día se lo voy a preguntar.
-El amor mueve montañas, mi querida Eleonora. Yo que vos lo consultaría con la almohada. En este pueblucho la señora del intendente es la primera dama.
-No creo que encare costos de divorcio para remplazar a la actual.
-¿Te parece que un verdadero miserable podría hacerte semejante homenaje?
Porque una mañana de diciembre el pueblo despertó azorado al enterarse de que, entre otras extravagancias, contaba con una licenciada en sociología y en economía política, aunque muy pocos sabían qué era eso, pero sonaba importante, y que el intendente había tomado por su cuenta la preparación de una gran fiesta que Campogrande difícilmente olvidaría. El hecho de que la señorita Eleonora Pla, habitante del pueblo desde hacía algunos años, maestra de la escuela provincial número 31, distinguida ciudadana del Chubut, pionera del desarrollo humano en una olvidada región patagónica, hubiese llevado a cabo la excentricidad de culminar dos carreras universitarias que no servían para nada casi al mismo tiempo, era un acontecimiento que merecía ser celebrado.
Fue así como los chamamés, los valsecitos, las bailantas, incluso algunos tangos en honor de la porteña graduada, se dejaron escuchar desde temprano, ya caída la tarde, cuando empezaban a chisporrotear los fogones que se encargarían de las decenas de corderos donados, comprados y sustraídos a los ganaderos de la zona. Tablones y caballetes hicieron de largas mesas ubicada en los bordes de la avenida rutera al considerarse el tránsito nulo durante aquellas horas en aquel día de la semana, que no era el del ómnibus de La Patagónica ni de los hacendados que muy rara vez viajaban a la ciudad los sábados al anochecer, y una hilera de lamparitas surgió del toz toz que da a las espaldas del almacén de ramos generales y se prolongó a lo largo de la calle hasta que se interrumpió, o porque se acabó el cable o porque el viejo motor de gas oil no daba para más, y el resto de las mesadas debieron iluminarse con faroles colgados de alambres a la manera de tendal. La única mesada que se colocó cortando la calle, a modo de cabecera, fue la reservada para las fuerzas vivas, dirigencia y columna vertebral del poblado: los tres maestros, intendente y señora, doctora y marido, encargado de correos y telégrafo, comisario, proveedor de la comarca y también dueño del almacén, que colaboró con varias damajuanas, aunque más de uno criticó la falta de abundancia, justificada más tarde por el propio intendente, que no la atribuyó a cuestión de gastos sino a que no deseaba ver gente demasiado extrovertida ni arriesgarse a algún incidente, de ésos que siempre aparecen por ahí, cuando ciertos demonios se atreven a desbordar las profundidades del inconsciente.
-Te dije que se iba a mandar un discurso.
-Estás pasando por una etapa excesivamente crítica. Eso trae arrugas en la frente y patas de gallo.
Y cómo no aprovechar tal oportunidad si un logro individual podía atribuirse a toda una comunidad y, por qué no, a un estímulo de la administración, en un encadenamiento subterráneo recorriendo el espíritu colectivo.
Hoy estamos aquí, nada más y nada menos que para decirle simplemente gracias. Gracias por hacernos saber que se puede, desde una lejana localidad como la nuestra, emprender y concluir con éxito un proyecto de esta envergadura. Gracias por el ejemplo, no tanto a nosotros sino a estos chicos, a estas generaciones que vienen detrás nuestro, que no sé si andarán o no los mismos caminos, pero que tendrán, sí, un punto de referencia, aunque sea una estrella solitaria en el oscuro cielo. Gracias por
-Podría venir de pronto un camión con doble acoplado cargado de ovejas y arrasar con todo esto.
-Pero esto es hermoso, es realmente hermoso. ¿No lo ves? Podrá haber demagogia, oportunismo, pero esto en sí es hermoso. Mirá esta gente. Está contenta. Es feliz en este momento. Y no es solamente por el cordero asado, ni por la música. ¿Acaso no sentís que te quieren?
Se enderezó y el busto adquirió proporciones desconocidas en la maestra de tercer y cuarto grado de la escuela provincial número 31 y un calor repentino le quemó la cara y hasta la visión se transformó en una imagen acuosa. Por qué le costaba tanto ver lo que Hilda veía con tanta facilidad. Si era cierto. Ahí estaban, con su alegría visceral, con su felicidad flotando en la superficie, visibles, palpables, tan verdaderos como el arroyo, como el puente viejo, tan necesitados como ella de un poco, un poco de atención, de ese afecto
un paradigma, un modelo de tesón y perseverancia
reunidos quizá por primera vez, con rechazos y controversias desmoronándose con el correr del vino, con el hambre saciada por un instante, un resplandor que les recordará con mayor crudeza la miseria; por fin todos, allí, amigos y enemigos, conocidos y desconocidos, víctimas y victimarios. El padre con su hija embarazada de él mismo o de uno de sus hermanos, alguna ya sosteniendo en brazos a ese hijonieto o lo que sea, el comisario con su subalterno sentados a la misma mesa con la joven y única prostituta de la zona a la que tantas veces habían arrestado y con la que tantas veces se habían saciado en el camastro de la celda
de esta hija pródiga que
el mejor esquilador en muchas leguas a la redonda junto a su mujer con la vagina deformada por una marca de hacienda incandescente porque en once años de matrimonio no le dio un solo hijo
esfuerzo incólume
el viejo Pridiliano, uno de los pobladores más antiguos de la región, ultraconservador y con un sentimiento tan exacerbado de la propiedad que produjo un incidente por todos recordado cuando el agua llegó a Campogrande, y para la inauguración asistió una gran comitiva de la provincia y hasta el mismo gobernador, y cuando abrieron la canilla presenciaron un goteo ridículo porque el viejo Pridiliano había destruido parte de la cañería que pasaba por su territorio
una lección de vida
todos ellos, mezclados y confundidos, como mezcla y confunde colores de piel y clases sociales una gran catástrofe, un cataclismo que quiebra temporalmente las diferencias, que los hace iguales en la fantasía de una noche, apenas un sueño, una ilusión bien programada, un mundo onírico dentro de la vigilia. Era cierto, podía sentirlo en los poros, en esa sensibilidad excitada por fuerzas que tanto le costaba reconocer, los chicos correteando de un lado a otro, entre las mesas, a lo largo de la calle, por fin dueños de ese pedazo de ruta que Campogrande había arrebatado por unas horas, incorporándola como cosa propia, liberándola de su melancólica condición de camino de paso, y ese discurso interminable del intendente mientras el auditorio se abalanzaba sobre los corderos, las ensaladas y el pan casero, al principio con un recato que sólo duró un par de minutos, hasta que alguien se levanto y de un tajo se hizo de un costillar, y la carne roja y palpitante que brilló sobre la mesa fue una invitación al desborde, un dique que se vino abajo en cuestión de segundos. Incluso a la homenajeada le sirvieron antes de que el intendente terminase con su verborrea, pero ella, claro, ni un bocado hasta
qué más puedo decir que ustedes no sepan ya, que no sepan de la maestra, de la ciudadana, de la amiga de este pueblo, al que ha dedicado, tal vez, sus mejores años, que pudo haber tenido, allá en la Capital, una vida mucho más fácil, mucho más cómoda, pero que no obstante decidió radicarse entre nosotros para compartir nuestras alegrías y nuestras desventuras. Por eso, nuevamente, muchas gracias... Eleonora.
El aplauso fue tan furioso que dejó bien en claro que se debía al acabóse de aquellas palabras que no dejaban comer sin un fondo de remordimiento. Sin embargo en los ojos de Hilda notó la emoción en sus pupilas enrojecidas y cuando, en un brindis privado, sólo entre ellas dos, Hilda levantó el vaso, la atrajo envolviendo el cuello con su brazo y hundió aquellos labios calientes en su mejilla, sintió que la felicidad podía condensarse en un instante y que ese instante sería recordado por años y que la felicidad persistiría en ese recuerdo como un eco inacabable que se repetiría una y otra vez, que podría recuperarlo con sólo traerlo a la memoria, porque la felicidad que dura una vida no es sino el eco de un momento feliz, un relámpago evocado de tanto en tanto, que puede debilitarse hasta desaparecer o recobrarse en el tiempo, hasta que el resplandor nos encandila o nos deja ciegos y no vemos otra cosa que luces internas, fogonazos que se pierden entre los años, ¿serán así las cosas, Hilda? ¿Será éste uno de ésos momentos? Hilda le toma la mano y se la aprieta con fuerza.
-Estoy muy orgullosa de vos. Todos estamos muy orgullosos.
Amaba hasta su vulgaridad, sus frases hechas, sus ojos almibarados, de una honradez escandalosa, los ojos que por momentos quisiera arrebatarle, acaso mi lado oculto, el lado oscuro y desconocido de mi cara de luna que me he cansado de escudriñar, de interrogar, que de tanto en tanto me tira alguna respuesta a regañadientes, un hueso al perro hambriento. Hilda no es un punto de referencia, es parte de mí, la parte inexplorada, el equilibrio que ayuda a contemplarme, a construirme. No se trata de una imitación. Sería un plagio, una falsificación imperdonable. Es reconocer fragmentos de su vitalidad, de su visión de las cosas, descubrir formas detrás de las formas, colores que no sabía que existían, empalagarme de otros sabores, observarlo todo, todo, como desde un pájaro en el aire, un pez en el agua, esa cálida armonía con el medio, sin asombro, sin ese dolor estupefacto que tantas veces me ha dejado aturdida, con la respiración cortada
-¿Compartirías conmigo este baile?
Es Mario, con esa sonrisa bondadosa, impersonal. Lo mira algo sorprendida. No tiene ganas, pero la invitación la toma tan desprevenida que se pone de pie como elevada por un resorte. Recién entonces siente ese golpe de aire, los tres vasos de vino económico en la cabeza, el cordero que se alborota en su estómago como si quisiese volver a la vida, el aplauso de la concurrencia porque por fin sacaron a bailar a la licenciada, el entrecejo fruncido del intendente porque le ganaron de mano, y Eleonora que es arrastrada hasta el centro de la pista de baile, donde penden algunas lamparitas de colores, el espacio que actúa como caja de resonancia con los parlantes puestos a todo su volumen, las parejas de esposos recientes, de viejos matrimonios, de novios, de mujeres jóvenes sin pareja masculina que bailan entre sí, la mano sudada y fría de Mario que se pega al cuerpo, que lo envuelve, lo atrapa, el mundo que empieza a girar, las lamparitas que se figuran estrellas rojas, verdes, amarillas, los chicos que se persiguen unos a otros, que atraviesan la pista de baile, que se escurren entre las piernas, hoy estás más linda que nunca, da gusto verte así, la risa desdentada de las matronas, las carcajadas de los hombres, alguien que se enoja porque los chicos están dele joder, que se vayan a jugar a otra parte, el aire que se impregna de un olor denso, anestésico, las emanaciones de la piel, de los sobacos, del aliento que mixtura cebollas y alcohol de segunda, nunca pudimos conversar solos, siempre estamos en la escuela, en la casa, con Hilda, el aire sofocante que lo confunde todo, las imágenes, las voces, la cercanía de los cuerpos, la música que retumba como si entrase en los oídos a los portazos, todo una misma masa, una sensación compacta, el brazo de Mario que se desliza por la cintura, una serpiente que se escurre sigilosa, que aguarda a la presa, el molusco que se adhiere a la víctima, una babosa repugnante, puede sentir cómo la envuelve, cómo se apodera de ella, estás callada, ¿en qué pensás?, y las millones de estrellas que la observan, el cielo entero como testigo, innumerables ojos, casi infinitos, que caen sobre tu cabeza, tu mano apoyada en el hombro de Mario, en su carne sólida, en sus músculos macizos, en ese calor potente que exuda su corpulencia, esa consistencia agresiva y atrayente, no te atrevés, no te atrevés a mirarlo siquiera, la vista en cualquier lado, lo más lejos, irte con los diamantes del cielo, filtrarte entre la esperma de las constelaciones, en cualquier lado, disolverte, convertirte en nada, pero Mario te arrebata, te acerca más, te regresa a la tierra, no te preocupes, Hilda no nos mira, con ese impulso primitivo, te envuelve, te obliga, y vos con esa estúpida impresión de animal acorralado, avasallada, sujeta, liberada por fin, aunque sea por un momento, volver a sentirlo, no, no es cierto, ha sido solamente una fantasía, las ganas y el rechazo, la repulsión y el deseo, cuando Mario volvió a atraerla, fue un instante, nada más que un instante, el miembro endurecido apoyándose en el muslo, buscando la entrepierna, hurgando con furia, con toda la sed, suplicando, acometiendo, no es cierto, es una fantasía, un truco de la imaginación, por qué no me mirás, percibe que él también está un tanto ebrio, las bombitas de colores siguen girando, las risas siguen riendo, no te pide que hables, te pide que lo mires porque la mirada es el lenguaje del fuego, de todo lo que arde en las tripas, en la respiración, en la piel embadurnada de sudor, en el flujo que humedece los labios del sexo, en el deseo elemental que nos devuelve a la infancia, a la matriz, a la muerte. No es cierto, ha sido sólo la fantasía, disculpame, no me encuentro bien, creo que estoy algo borracha. Hilda los recibe con una sonrisa.
Aspira hondo y el aire hiere las membranas, recupera la frescura, el perfume del desierto. El desierto, provocándome otra vez, empeñado en susurrarme palabras sensuales, acariciándome la vulva con el aroma de la noche, hay algo aquí más real que el hombre, más agreste que la misma naturaleza. Es el espíritu del desierto que se levanta como un tótem, una erección piadosa que me grita que no debo avergonzarme, que no me asombre de mi corazón que late igual al de una colegiala que ha recibido su primera declaración de amor, que debo respetar lo que hay de trascendente en este impulso genital, que es bello, que es perfecto, que es profundo y sagrado. Por qué debo extrañarme de que Mario converse con Hilda con la más verídica de sus sonrisas, como si nada hubiese pasado, que le tome la mano, que la mire con ternura. Forma parte del juego, de nuestras antiquísimas reglas, sabias e inmorales.
Desde que volvió a la mesa que el chico anda por ahí, merodeando. Sus ojos recorren el vestido, el cuello, el perfil, el pelo negro que apenas toca el nacimiento de la espalda, palabras sueltas, frases mutiladas. La señorita casi no habla. Se nota que está aburrida, de vez en cuando asiente con un movimiento de cabeza. Es la otra mujer que ciertas obligaciones, que cuando era joven también quería estudiar, me comía los libros, si viese la facilidad que tenía para la memoria, no me olvidaba de nada, pero usted se podrá imaginar, sobre todo después, cuando vienen los hijos, ya no es lo mismo, una va dejando de lado muchas cosas y por suerte el chico se decide, desde hacía un rato que daba vueltas sin atreverse porque la señorita hoy ocupa un lugar especial, la banqueta transformada en una especie de trono, de sitial inaccesible, hasta que no sabe de dónde toma impulso y se le pone al lado y entonces la señorita le pasa un brazo sobre los hombros y es tan lindo sentir la piel fresca de la señorita mientras sigue hablando con la señora del intendente que en realidad es ella sola la que habla, la señorita la escucha, y él aprovechando, ahí acurrucado, haciéndose el desentendido, haciéndose chiquito, con la nariz pegada a ese olor a lavanda de la señorita cuando de repente se enciende el primer estallido, y otro y otro, y en sus cristales negros se reflejan las chispas de esas humildes cañitas voladoras que han aparecido cómo, quién, de dónde, pero que son luces fantásticas, surgidas de un mundo insospechado e ignoto, de una dimensión mágica, si hasta Eleonora queda asombrada y la mujer dice es la última sorpresa; dígame que no se la esperaba.
El festejo total. Eleonora sonríe por sobre el hombro de la mujer al rostro satisfecho del intendente. Hilda también explota, en carcajadas y aplausos. El chico permanece atónito, con la boca abierta, con toda la niñez sorprendida en un instante. Revientan algunas más y luego el silencio se hace en el universo y el cielo se vuelve más negro que nunca.
-¿Qué fueron esas cosas?
-Fuegos artificiales.
Y sigue con la vista hacia arriba, esperando que un espejismo invente nuevos fogonazos y que un eco perdido en el aire traiga otros estallidos.
-Lástima que duran poco.

10
El cartel de la fachada anuncia: Partido Socialista 19 de Agosto. La cruza de lado a lado y ése parece ser el aspecto más imponente del lugar porque al distinguir por entre los ventanales descubre parte de la típica escenografía de los locales políticos. Cuesta empujar esa puerta de hierro que entona un chirrido quejoso, no me muevas, no molestes, en complicidad con la grieta que atraviesa al vidrio en diagonal, no me toques, no me rompas, y el zaguán helado por esos mármoles, ese techo allá arriba, el embaldosado, y después otra puerta y la habitación que vio tras los ventanales, sola de toda soledad, únicamente la mesa en el medio, el coro de sillas alrededor, las paredes celestes revestidas con manchas de humedad, rollos de papel apilados en un rincón, el balde y un par de brochas en otro, el afiche de Palacios en posición estratégica, los retratos de Justo y de Alicia Moreau, reivindicaciones del más puro socialismo criollo, la bombita desnuda que pende desde el centro del cielorraso, las vigas ennegrecidas del piso, el vacío, el vacío inmaterial de las cosas inanimadas, de aquellos muertos que vigilan sus movimientos, que la atisban con disimulo, piensa en dar unas palmadas, pero no, no es un corralón, ¿hay alguien aquí?, y el vacío se intensifica, la habitación se ensancha, el matrimonio Justo-Moreau parece un tanto asombrado, Palacios mantiene la compostura. No lo escuchó llegar porque su atención estaba en una de las habitaciones contiguas, de las que dan al fondo, y apareció a sus espaldas.
El buenos días la gratifica, por fin.
Es un joven, tal como lo imaginaba, de pelo largo, bigotes espesos, vaquero, camisa a medio abrochar, sobrio, no llega a los veinticinco. Cuando le pregunta si puede servirla en algo, escucha las otras voces y pasos que descienden por la escalera. Está a punto de responder sí, vine a afiliarme, pero se detiene a tiempo.
-Sí, quisiera saber si es posible afiliarme.
El joven no se inmuta pero algo le dice que está sorprendido. No debe de ser frecuente que un interesado se acerque así porque sí al local del Partido Socialista 19 de Agosto, escisión del Partido Socialista Revolucionario, a su vez escisión de la Unión Socialista, con personería jurídica sólo en el ámbito provincial, aunque la estamos tramitando en Santa Cruz y Catamarca, con el tiempo esperamos convertirnos en una alternativa válida para aquellos que creen en el verdadero socialismo, y pensás que únicamente la edad puede permitir esas palabras sin sonrojarse, mostrarlas con ese impudor virginal, qué bella edad, las ideas perfectas, los valores absolutos, la certidumbre. El llegará a percibir tu mirada empalagada de bondad, saturada de comprensión, y comenzará a odiarte cuando más lo ames, cuando sientas que podrías tomar su cabeza y acurrucarla sobre tu pecho, acariciarle la mejilla y cerrarle los ojos, y hacer que su dulce odio, el odio de los inocentes, descanse plácido entre sus labios.
Entran una adolescente y un muchacho, más joven aún que el otro. Venían hablando y riendo pero se interrumpen al verla. ¿También a ellos se les da por una imagen circunspecta? Sin embargo parecen frescos, espontáneos.
Anexo 1: la objeción.
-En realidad no estamos en campaña de afiliación y no sé si quedarán fichas. Si puede pasar mañana o pasado...
-Soy maestra en Campogrande y debo regresar hoy. No hay transporte hasta el viernes.
Interviene el muchacho.
-Creo que vi fichas arriba, en uno de los cajones -y desaparece por donde vino.
Pero para el joven de bigotes, aquella presencia o ausencia pareciera que fuese una corriente de aire que se ha filtrado por los ventanales. La adolescente se ha sentado en el borde de la mesa y no deja de mirarla ni de mover las piernas el ritmo de un mecanismo fabril. Observa la ostentación de sus zapatillas rotas, de su vaquero roto, con un tajo a la altura de la rodilla que se abre y se cierra como una herida que a toda costa se le impide cicatrizar, el muestrario de una pobreza bien ganada, a pesar de la piel blanca y delicada que espía por el tajo, de la despreocupación, de ese desprecio por la vida burguesa que nunca despreciaría un pobre de verdad.
Anexo 2: el interrogatorio.
-¿Y por qué quiere afiliarse a nuestro partido?
-Porque personas que piensan exactamente lo contrario de lo que pienso yo me hablaron pestes de ustedes.
La adolescente sonríe. Mordió el anzuelo, pero el joven permanece impasible.
-Y qué fue lo que le dijeron de nosotros.
-Sobre todo que son unos soñadores. Y creo que los sueños son la única realidad en la que todavía se puede confiar.
-Una manera gentil de decir que somos pendejos.
No lo esperaba. Queda aturdida, pero enseguida busca recomponerse.
-Una manera agresiva de admitir que son jóvenes. ¿Eso te causa vergüenza?
-Por supuesto que no.
-Sin embargo estás juzgándome.
-Juzgando no, interrogando. Supongo que tenemos el derecho de saber por qué alguien se acerca a nuestra agrupación.
La adolescente deja de mover las piernas.
-Tenés el derecho de pedir que te explique, no de pedir explicaciones.
Permanecen mirándose por un lapso. Él reconociendo la necesidad de cerrar esa situación. Ella reconociendo su necesidad. El muchacho vuelve a las zancadas e interrumpe la escena, que culmina sin epílogo, y ambos sienten el tibio dolor de la mutilación.
-Encontré las fichas. Estaban en el cajón, nomás -mientras toma un bolígrafo-. ¿Cuál es su nombre?
-Eleonora Pla.
-¿Eleonora Pla? Me suena de algún lado.
-Posiblemente de algún diario. He publicado artículos en Jornada y en El Atlántico.
-No creo. Esos son diarios de la burguesía y nunca los leo.
-Hay de todo. Hasta algunos comunistas publican ahí.
-No es de extrañar que los comunistas publiquen en diarios de la burguesía.
Como tantas veces en los últimos tiempos, la juventud vuelve a conmoverte. Es algo parecido a la fascinación, el éxtasis de observarlos, de escucharlos. La sublime intransigencia, el pensar que con una pincelada se puede cambiar el color del mundo. Cuántos años pasarán antes que se dé cuenta de la importancia de conocer las ideas del enemigo, sus puntos frágiles. Pero claro, primero viene lo otro, las ideas propias, asegurarlas, encerrarlas en un puño para golpear con fuerza. Serán dueños del futuro hasta que la experiencia los derrumbe poco a poco. Después el desamparo, el conocimiento del límite, la impotencia y la desesperanza. Y todavía más tarde la aparición de los caminos que se bifurcan. Por uno se entra en la conformidad, la transgresión, la tolerancia, la rebeldía. Por otro se entra en el renunciamiento, en la historia de los que anónima o públicamente hacen la historia, aquellos que la poesía ha nombrado imprescindibles. La revolución es el más patético de los compromisos con uno mismo. ¿Cómo?
-Que si dijo que era maestra.
-Sí sí, en la escuela de Campogrande.
-¿Domicilio?
-En Campogrande no existen los domicilios.
-Nunca pasé por ese lugar.
-En viaje turístico, no te lo recomiendo.
-Me imagino.
Exactamente eso, sólo un producto de su imaginación. De qué otro modo ese chico puede aproximarse a Campogrande, a sus heladas furiosas, las ráfagas de viento como latigazos, el fogón crepitando en medio del único cuarto, los críos apiñados para darse calor, a veces la sensación de un hueco en el estómago que no se ha terminado de llenar.
-Estamos juntando firmas en repudio de la represión a las huelgas obreras en Polonia -interviene la adolescente, quien saca un papel de una carpeta.
-Nunca pensé que hubiesen llegado tan lejos.
-No es obligación firmar si no quiere -agrega el joven de bigotes.
-La señora no dijo que no quiere firmar.
-Tiene razón. Únicamente estoy un poco sorprendida por ese internacionalismo en los herederos de Palacios.
-Es lo que nos distingue de los demás partidos. Pensé que lo sabría. Nosotros creemos que ante el avance del capitalismo, que es por esencia inhumano y explotador, ha llegado el momento en que los trabajadores deben estrechar filas y sumar esfuerzos que sirvan como valla de contención.
Pero quien está en verdad sorprendido es el muchacho de las fichas, que recién ahora advierte la situación. La adolescente no sabe si entregar o no el papel y permanece de pie junto a la mesa.
-Por mi parte, no tengo inconveniente en darle una mano a los obreros polacos.
-Aunque no crea en lo más mínimo que esto sirva para algo.
-Nunca se conoce el alcance aun de los actos más pequeños.
-¿No estaríamos más cómodos si nos sentásemos mientras terminamos de completar las fichas? -interrumpe el muchacho.
El joven de bigotes recibe el mensaje, mira a sus compañeros, sonríe con amargura y desaparece escaleras arriba. Por un instante ninguno habla.
-Es de carácter difícil -dice la adolescente al alcanzarle el papel.
Pero en su mirada pudo observar otra cosa. Tal vez la fatiga, el comienzo de un descreimiento en sus propias banderas que lo arrastran hacia el dogma, el discurso tajante. Algo que empieza a desmoronarse.
-Debe disculparlo, no siempre es así.
-Está irritado con él mismo.
-¿Por qué lo dice?
-Es una intuición -mientras le devuelve la hoja. A propósito, ¿por qué 19 de agosto?
-Fecha de fundación -le responde el muchacho.

11
Las voces de los borrachos siguen escuchándose a lo lejos, traídas hasta la casa por el viento, y por el calor que forma una bóveda gigantesca donde las voces rebotan sin que logren perderse en el espacio. Los veranos también aprietan en Campogrande, y también lo hacen durante la noche. A estas horas los sonidos son otros. Sonidos secos, únicos, cada uno dueño de sus propias vibraciones, la taza al apoyarse en el plato, la máquina de escribir, las palabras que sólo se hablan cuando no hay nadie que escuche, el golpeteo de la ventana sincronizado por el viento, los grillos que revientan el aire con su llamado furioso. Es el calor que golpea en los oídos. La nitidez del calor. El aire de la noche que individualiza los sonidos, que disuelve la atmósfera. Los sonidos están solos, el calor de la noche los ha endurecido, aunque pienses que nada puede igualar esas tardes abrasadoras de fines de enero, donde hasta las alimañas huyen a sus refugios y mirar el horizonte es mirar una fotografía desdibujada, la tierra que hierve, resquebrajándose y terminando con el poco verde que se insinuó durante la primavera, especialmente en octubre, cuando se animan algunas lluvias. Sin embargo, lo que más resalta son los gritos de los borrachos, que ríen y juegan empujándose y cayéndose por el mareo o porque tropiezan con la depresión de una huella profunda hecha por algún camión de hacienda en un día de barro.
Pero el calor de esta noche es algo que no recordás en años. El farol ha descendido, acercándose a tu cabeza. Hasta las paredes se han aproximado, el cuarto reducido a las dimensiones de tu sudor, de tu cuerpo que exuda las tres tazas de té frío desde que comenzaste a escribir, pegándote el vestido a la piel. Cuando intentaste abrir la ventana para que entrase el aire, entró el aire y el viento arremolinado y la arenilla y los gritos de los borrachos desde el fondo del pueblo y el concierto de los grillos y de las chicharras en una exhibición de altibajos, y preferiste el cuarto cerrado con su calor, sus sonidos huecos, el tacleteo de la máquina en el final de otro capítulo, aunque en realidad quisieras echarte sobre la cama, abandonarte a ese estado impreciso en que es difícil reconocer si se duerme o se está con los párpados cerrados, si el revoloteo incansable de los bicharracos alrededor del farol forma parte del sueño o de la vigilia.
Otro té y otro cigarrillo. No parecen existir estaciones intermedias en Campogrande. Lo que permanece en la memoria es el frío y el viento del invierno, y los veranos que alucinan el paisaje. Este año cayó nieve durante junio y fines de agosto. Pero al frío hay con qué pararlo, una salamandra que alcanza para entibiar el cuarto, un mate cocido caliente, arroparte con mantas y abrigos de lana, el encierro, la ventisca y la nieve tras la ventana. Pero el calor se mete por las hendijas, se filtra por los poros de las paredes, calienta las chapas del techo, asoma por el ojo de la cerradura, se burla, se inflama dentro del cuarto, enardece el grito sofocante de los borrachos, resbala por tu cara, los brazos, las axilas, el polvillo de la tierra seca pegado a tu sudor y tu sudor a la piel.
Hilda se ha ido a Trelew, como siempre en los últimos años, a casa de los padres de Mario, junto con Mario. Los padres son ahora sus suegros y visitarlos durante todo enero y parte de febrero se ha transformado en un rito, ceremonia del verano. Y hace bien en escaparle a Campogrande cuando la escuela no funciona. Nada hay que hacer aquí. En cambio vos te quedaste, como siempre en los últimos años, encerrada en tus libros y en tus escritos, sin reconocer todavía si se trata de un renunciamiento o un acto de fidelidad. Y bien sola estás cuando estás sola y no con esos borrachos acercándose a la casa, deteniéndose frente a la puerta con sus gritos y sus risas groseras, tambaleándose, tomándose uno de otro para no caer, mostrándose los dientes picados y ennegrecidos por el tabaco, echándose el aliento mezcla de alcohol y viejos desarreglos estomacales. El cigarrillo casi se ha consumido solo, abandonado en el cenicero. Alejandro está alerta, con el cuello y las orejas erguidas. Una nueva relectura del capítulo para redondear las palabras finales. Son tres, conocidos por todo el mundo porque ahí todo el mundo se conoce. Uno ensaya un gesto tomándose el bulto que crece en la entrepierna para ver si prende, si es imitado, si los otros son cómplices del mismo deseo. Los otros responden; hay acuerdo. Revolvés el té nuevamente para diluir el resto de azúcar que quedó en el fondo. Hilda, muy suelta, diría están ávidos de hembra los muy asquerosos y hasta saldría con un palo a los alaridos fuera de aquí o se los meto en el y es posible que retrocediesen como lobos hambrientos frente a una presa más fuerte que ellos. Pero tu fuerza ¿dónde está? ¿Cómo es? El desierto vuelve a interrogarte, te habla desde su lenguaje, te exige respuestas.
No podés verlos desde la ventana, están del lado de la puerta, a pocos metros. Al regresar a la silla es cuando escuchás esa palabrota que se te hunde en el vientre, que te perfora, se revuelve en una mezcla de miedos, fastidio, cierta repugnancia, agotamiento, que todo pase, que sea un mal sueño, que los devore el desierto, no darles importancia, concentrarte en las páginas, un nuevo cigarrillo, hasta que se cansen y se vayan. Pero es una sensación cálida y placentera bajo el pantalón lo que domina, lo que hace arder el cerebro, el deseo por la maestra sola transformado en ganas sin control, y el cascote que se estrella contra la puerta, y los tres hombres que permanecen inamovibles, transpirando a chorros con esa agitación de animales acorralados, reconociéndose en su condición de machos que el alcohol a devuelto a su estado natural y primigenio. Un segundo cascote pero es sólo terrón de barro seco que se desintegra antes de lanzarlo y las carcajadas de los otros hasta que el estómago duele de puro endurecido entre atragantos y estertores.
Abrís la puerta sin violencia, como si una leve corriente de aire la empujase en un movimiento mudo, sin bisagras quejosas, sin anuncios, sólo tu silueta dibujada en el marco por el cuarto incandescente, tu silueta que avanza como un espectro, el vestido que flota agitado por la ventisca, y al deternerte frente a los hombres, muy cerca, crece el desafío de los brazos desnudos, del escote sobre el nacimiento del pecho, el reto de tu piel abrillantada, con toda la seducción, el encanto de tus formas, resuelta, sin concesiones ni disculpas, igual a tantas veces, Eleonora, dominando sin vencer, con tu casto, mezquino triunfo sobre esos hombres atrapados por una aparición que no pueden definir dentro del mundo conocido, caliente y virginal, distante y al alcance de la mano, una visión de la noche que los mantiene estáticos en la forma que fueron sorprendidos, tomándose del vientre, con la risa borrada como si una fusta les hubiese cruzado la cara, presintiendo apenas el relampagueo de tu mirada ensombrecida por el farol a tus espaldas, sin furia, sin enojo, ni siquiera el rasgo severo cuando se es importunado, sólo la serenidad de quien recibe a la vecina que golpea para pedir un poco de azúcar. Únicamente eso parece volatilizar los vapores y despejar las mentes a la velocidad del instinto por la sobrevivencia frente a un peligro repentino.
-Jacinto, qué es lo que pasa.
casi pegada al rostro del más adelantado, a su olor penetrante, reconocerlo por su nombre, despojarlo de su sexo, arrancárselo y tirarlo a un costado como un desecho sangrante que aun amputado sigue palpitando sobre la tierra. En otra época hubieses sentido compasión por ellos, pero algo la ha volcado hacia vos, y por suerte esos hombres no alcanzan a distinguir los que vive en el fondo de tu mirada, ese desgarramiento ante la victoria.
-Nada, señora. Disculpe.

12
Y cuando Hilda le dice si vas a desperdiciar tu vida en este caserío, estás desaprovechando un tiempo precioso, ¿qué más podés hacer aquí?, volverte vieja y arrugada, con el tiempo hasta vas a olvidarte de lo que aprendiste en la universidá, siente una de esas convulsiones que Hilda, amablemente, suele provocarle al menos una vez por año, pero lo que hice de importante lo hice desde aquí, es como si a Campogrande se lo debiese todo, todo lo que soy ahora, aunque con ese sabor amargo por algo que es verdad sólo en parte, por esa porción falsa que contagia lo verídico, contaminándolo, entumeciéndolo. Porque después se quedó callada frente a ese vacío sin explicación ni conciencia. Maestra, Campogrande, la universidad, escribir, publicar lo escrito y más tarde otro paso en ese camino que no se acaba nunca, ese malestar que Hilda parece intuir y hasta comprender. Qué órdenes estás cumpliendo, qué es lo que te mantiene inquieta, con esa insatisfacción, ese descaro de las fuerzas indescifrables, duendes que te hablan al oído de cosas que jamás llegan a comprobarse y que te saludan desde otra realidad con sus pañuelitos blancos y sonrisas de bufón.

Efectivamente, señor gobernador, se trata de la misma mujer. En ese caso tendría que decirle que las opiniones son distintas. Algunos creen que estos libros son nada más que un delirio romántico. Otros piensan que puede ser un material peligroso. Usted recordará que uno de sus ministros hasta los tildó de subversivos. Sí, a mí también me parece una exageración, pero es algo que habrá que seguir de cerca. No se sabe bien qué es lo que está pasando en esa escuela, aunque se presume que la totalidad de los maestros están aplicando los métodos de esta mujer. Si me permite, no veo ingenuidad en lo que ocurre allí, y mucho menos a partir de la postulación. Además el intendente es un viejo integrante del partido y, por supuesto, un viejo aliado. Ninguna intendencia en el centro de la provincia había sido cuestionada antes, y menos por un socialista.

De nuevo el terror de saberse con el destino abierto, con los caminos sin confines. ¿Qué más podés hacer aquí? Sin embargo Hilda se lo dice porque la ama. Lo percibe en esa sensación del vientre, en ese rumoreo de las palabras que hablan de una cosa y dicen lo contrario. Porque si Hilda trata de convencerla de que se vaya, es para que se quede. En cada nota de la voz de Hilda está esa fuerza centrípeta que la acerca aún más, hacia ella, hacia Campogrande, los chicos, la escuela, hacia ese cuartucho ensoberbecido de libros como el último refugio de un cataclismo sereno, sin explosiones nucleares ni maremotos ni continentes que se parten, el único lugar seguro en un mundo convulsionado desde siempre. Mario también parece compartir el sentimiento de Hilda, y lo hace delicadamente, a través de su cuchara, revolviendo en círculos el plato de sopa. El silencio de Mario le dice que no debe irse, que qué van a hacer sin ella, sin las tertulias, las conversaciones sobre el sistema pedagógico, el mate de los recreos, la amistad tan bien ganada, edificándola como sólo pueden hacerlo los momentos cotidianos, unos tras otros, durante años.
-Deberías pensar para qué te has preparado. Eso va a darte la respuesta. Qué es lo que puede seguir dándote Campogrande y qué puede darte cualquier otro lugar donde vayas.
Eleonora le sonríe. Es el argumento de las dictaduras. Yo soy el orden y la seguridad, afuera viven el caos y el peligro. Se sorprende por el arranque de Mario. Pero la ternura llega al límite cuando sigue tomando la sopa como si hubiese dicho por favor alcanzame la sal y algunas gotitas regresan al plato y un fideo que cuelga del borde de la cuchara intenta escabullirse. Allí están las fuerzas contrapuestas. Ni el bien ni el mal, ni el día y la noche. Nada más que fuerzas que tiran en sentido contrario para enfrentarte a tu espejo sin compasión, Eleonora, para que te reconozcas a través del deseo frente a la fatalidad de ese camino que otra vez se bifurca, otra vez, después de tanto tiempo, cuando ya pensabas que el mañana era el fin de un deslizamiento suave y sin esfuerzo al que uno llega casi sin darse cuenta. El desierto tampoco puso obstáculos a tu ingenuidad.

Bueno, voy a confesarle que no los he leído completamente y no soy un especialista en este tipo de análisis. Éste es el primero, el que provocó aquel famoso escándalo en Comodoro. Sí, mucho alboroto, mucha indignación, pero nunca dejaron de invitarla. Se supone que ha logrado cierto consenso. Es más, la editorial que hizo la primera edición es de un conservador. Son cosas que no se entienden del todo. Habría que considerar también factores humanos, parece que hay algo especial en ella. Ahí puede estar, justamente, lo más riesgoso de este asunto. Parece que ha alcanzado una especie de estatus mítico entre la gente de ese poblado que es muy sencilla y muy ignorante, como usted se podrá imaginar. Si su candidatura a la intendencia de Campogrande es una versión cierta, mi opinión es que ha llegado el momento de investigar más profundamente en este asunto, señor gobernador.

-Soy feliz aquí -pero el eco devuelve la convicción de esas palabras transformadas en un balbuceo desamparado. Hilda sirve los buñuelos. ¿Y si fuese verdad? ¿Si fuese una verdad completa y rotunda y le había largado esa perorata sólo para que la descubriese? ¿Acaso sabía quién era Eleonora? ¿Acaso la conocía? Quién sabe, en una de ésas todo está aquí. Si se trata de escribir, podés hacerlo en Campogrande, en Buenos Aires o en la selva amazónica, ¿en dónde mejor que aquí? Algún día vas a encontrarte con una gran sorpresa por las semillas que te la pasaste tirando por todos lados, los hombres y las mujeres imprevisibles que hemos formado, seguro que vamos a llegar a verlo, algo va a ocurrir, eso seguro. Pero no lo dijo. Se quedó callada murmurando otra cosa, el viejo silencio de las palabras que hablan y hablan y esconden el viejo, antiquísimo temor de decir lo que debiera decirse
-¿Tu objetivo es poner una fábrica de zapatillas?
Y si Eleonora y Mario la miran asombrados, ella queda petrificada ante tamaña torpeza y la sensación de ridículo parece concentrarse en ese salvador pedazo de buñuelo que se apura en llevar a la boca.
-Es posible que mi objetivo ya esté cumplido. ¿Para qué más?
-Eso puede decirlo una matrona después de haber parido nueve hijos.
Y es llamativo. Nunca le había mencionado los hijos, la posibilidad de un hombre, como tampoco jamás habló sobre la posibilidad de plantar un solo árbol en aquel desierto. Una excesiva consideración hacia la madre tierra y su infertilidad. Después de todo, en el desierto las direcciones son iguales porque no hay caminos. Nada más que tierra seca.
-En una de ésas es cuestión de conocer un buen estanciero. No tendrías la vida resuelta pero la tendrías llena de ovejas.
Y ahora lo hace a través de un delicado envoltorio. El tema empaquetado con un chiste. Hilda es sabia y se sorprende de que su sabiduría no la sorprenda, como antes. Ha empezado a conocerla sin desmitificarla. Un acto de amor, seguramente.
Piensa en Buenos Aires. Nunca consiguió desprenderse de esa idea, disociar Buenos Aires de una historia inexistente, los congresos, los teatros, las conferencias, la agitación de una ciudad que mira hacia el mundo, con todas sus luces, sus caminos inabarcables. Y sin embargo no la soportó. Aunque algo de esa historia la sigue subyugando. Mira la cocina, la mesa puesta, el farol, a Hilda sirviéndole buñuelos, a Mario y su ausencia aparente, la noche tras la ventana, negra como un socavón a metros de profundidad. Era así nomás. Campogrande le había partido la vida en dos. Recuerda. La memoria parece acosarla en los momentos límites. Durante el viaje en aquel ómnibus, mientras atravesaba el desierto blanqueado por la helada, supo muy bien que aquello marcaba un antes y un después.
-Es posible que te estemos aguijoneando para que te decidas. Para que te decidas a quedarte. ¿Es tan malo ser una gran maestra en un pueblito de la Patagonia?
-Es extraordinario ser una simple maestra en un pueblito de la Patagonia.
-Pero hay algo que te tira para afuera y no sabés qué.
Interviene Mario.
-Al final yo no sé ni para qué te afiliaste a un partido si en este lugar ni siquiera hay objetivos políticos, salvo el de intendente, claro.
Y por alguna razón los tres quedan mudos, y un brillo especial se asoma de a poco en la mirada de Eleonora, y en la mirada de Hilda aparece el mismo brillo contagioso y el brillo sigue saltando y llega hasta la mirada de Mario que no termina de darse cuenta, hasta que los tres revientan en una carcajada que llena la habitación y Mario golpea la mesa con las manos pero Hilda las usa para chocar palma contra palma, y Eleonora se toma del vestido y le estruja la falda y se inclina como si le doliese el estómago, entonces Mario se levanta y saca de la alacena una botella de añejo que tenían reservada para fin de año.

Con sinceridad, no creo que se deba a aspectos puramente ideológicos. Es uno de los tantos partiditos socialistas sin peso político que se multiplican en toda la república, tienen un nivel de crecimiento limitado y mueren en el mismo anonimato con que nacieron. Ya que me pide una opinión, podría decirle que ni el programa de este partido ni sus posibilidades de trascender deben de haber servido de estímulo para afiliarse a esa agrupación. Tampoco aclararía nada pensar que se ha sentido atraída por una gente simpática y bienintencionada. ¿Por qué? Es bastante simple, señor gobernador. Si se lee este libro con algo de atención se advierte desde qué perspectiva está escrito. Aquí no hay romanticismo. No hay utopías. El título de Economía de base no pudo ser más riguroso. Me refiero al puntillismo. Hay un trabajo inusual de investigación, y no por alguien que se ha preparado para gobernar precisamente un pueblito patagónico. Sí, señor gobernador; en concreto eso es lo que pienso. Si la candidatura a la intendencia es real, se trata sólo de un primer paso. De lo contrario es casi inexplicable su adhesión a ese partido. El único propósito que me parece entrever es que si lo hizo en una estructura como ésa fue para no sobrellevar quién sabe por cuánto tiempo y con cuánto desgaste su promoción en alguna de las grandes agrupaciones políticas de la provincia. Si estoy en lo cierto, la maniobra ha sido verdaderamente hábil.

13
Estoy perdida. Todo esto es mentira. Todo. No creo en nada de lo que he hecho ni de lo que he escrito. Transformé mi vida en un baile de máscaras donde nos rozamos sin reconocernos y bailamos alucinados y nos embestimos y tropezamos con las cosas. Voy de un lado a otro a la deriva. Ando por un camino que no me lleva a ningún lado. Floto en el espacio. Me remueve el viento del desierto, me zarandean las personas, mi ropa hecha jirones, la piel magullada. Con hematomas. Este sol me calcina el cerebro, arde, lo achicharra, los pensamientos son un pedazo de carbón que se apaga, reducido a nada, un montón de cenizas. Pero también esto es mentira. Las máscaras, cientos, el baile de disfraces, a dónde llegué por fin, para qué. A la deriva. Tratan de acompañarme, me quieren, me comprenden y no puedo sino sentir agotamiento. La comprensión. Para qué la quiero. Que me dejen en paz, que se olviden de mí. No existo. No existí nunca. Perdí el pasado. Se me fue por una canaleta de desagüe quién sabe dónde. Por esas tuberías subterráneas donde corre la mierda hacia el mar y los ríos que la reciben con los brazos abiertos. Si pudiera recobrarme. Estoy cuerda, aterradoramente lúcida. Me sonríen las máscaras, cientos de máscaras. Los chicos. Su pavoroso amor. No puedo avanzar. No puedo regresar. Nada de esto tiene sentido. Me he quedado estancada en estas máscaras comprensivas que no dejan de amarme. Me aman hasta la saturación, hasta el hartazgo. Tengo sueño, con ganas de dormir un siglo. Seguiré mañana.
Mañana es tres semanas después. He estado releyendo estas últimas líneas. Es como desentrañar un acertijo. Recién hoy siento que salgo de un pozo que parecía eterno. El método ha fracasado. Y al escribir esto siento un dolor que no conocía. Es una corriente que me arrastra hacia ninguna parte, dejarme llevar por algo que ya no tiene significado. Observo a los chicos. Nada ha cambiado. El maestro, el padre, el patrón. Los observo junto a esos dioses cotidianos ante los que no parece haber respuesta. El lamento de la sumisión permanece dormido en la trastienda de sus miradas, despierta cada tanto, una y otra vez, se asoma como un fantasma ingobernable, el miedo propio y el de los ancestros, el concepto de una justicia doméstica que permanece sin cuestionar, la falta de conciencia de seres postergados. Percibir que la pobreza que los rodea se les ha filtrado en el alma es algo tan burdo que hasta causa rubor. No he podido desprenderles las máscaras porque a tal punto se han fundido que máscaras y rostros forman ya una sola materia indivisible. Me pregunto si es real el poder sin conciencia, esa fuerza contenida de los que no tienen nada que perder.
Y sin embargo no arriesgan. Están atados a la impotencia. A nuestra impotencia. Su fracaso es el mío, y después de tantos años por primera vez reconozco de una manera sólida y compacta la necesidad de preguntarme qué hago aquí, qué he hecho hasta ahora. El presente y el pasado se han disuelto en las horas y en los meses sin retorno. Toda esta aventura dejó de tener sentido. Quedan un par de títulos universitarios colgados de la pared que me miran atónitos cada vez que entro en el cuarto, y algunos libros que no puedo dejar de sentirlos como hijos bobos y a los que inevitablemente amo, como se aman los hijos bobos.
Tengo ganas de irme, pero a dónde. Buenos Aires ya no existe. No puedo regresar allí. La he desprendido. Corresponde a un recuerdo, a una historia con acta de defunción. Sería repetir el episodio del tango. No me soportaría. Estoy atrapada en este lugar, que sin embargo también me es ajeno. Un injerto que no puede crecer. No pertenezco a ninguna parte. Me he quedado sin geografía. Ya nada hay que hacer aquí.
Cuántas veces me he engañado diciéndome ellos son mis hijos y sostenido esas palabras con un dolor remoto, irreflexivo, que ni siquiera se atrevía a ser pensado. Las promociones pasaron, los hijos se fueron para siempre, se perdió todo vínculo. Llegaron otros nuevos y tomé conciencia de que mis hijos no tenían cuerpo ni sentimientos ni dudas ni miseria. Que eran sólo una abstracción. Volví a pisar tierra de nadie.
Una vez Hilda me dijo que le parecía raro que no me dedicase al arte. Habría sido un buen recurso. Los hijos son esencialmente extraños a los artistas. El arte los ha remplazado porque su seducción es insobornable. Con sus rabietas, sus desplantes, sus deformaciones, el arte es un hijo fiel. Los otros, tarde o temprano se encargan de revelar que tienen vida propia, que el óvulo y la esperma se han desvanecido, que la trascendencia es una ficción. Que morimos enteros porque la muerte es tan rotunda que iguala a prolíficos y a célibes.
No fui poseída por el arte sino por un ridículo deseo de posteridad. Una posteridad a secas, mezquina, sin intermediarios. De dónde ha salido esa exigencia, qué voces anónimas la han estimulado. Y yo con las manos vacías queriendo atrapar algún fragmento de la sobrevivencia.
Supongo que todavía era una adolescente cuando se me dio por explorar en mis antepasados. Por aquella época creía en los orígenes. Todo lo que hallé fue un sombrío coronel que participó en la guerra del Paraguay, hermano de mi bisabuelo.
Aunque es posible que haya sido mi abuelo, sin una sola hoja de laurel sobre su cabeza pero con una sementera dentro, quien me transmitiera alegremente esa urgencia por llevar a la vida los conflictos tortuosos de sus historias. Lo escuchaba embelesada. En la antesala había un solo sillón que nadie usaba, salvo mi abuelo. A un costado, una lámpara de pie. Allí me leía o me contaba sus lecturas. Y yo reclinada sobre la alfombra. Antes que los bailes, los chicos, las salidas, empecé a conocer las tragedias griegas, los románticos rusos y franceses, las novelas inglesas de aventuras. Terminé más identificada con Jane Eyre que con mi existencia de niña burguesa rodeada de comodidades y de afecto. Soñaba con el peso de una existencia difícil. Pero por sobre todo anhelaba la pasión. Sentir la vida como un misterio, conocer al hombre más hosco, más tierno, más necesitado. Encontrarlo en un lugar que nada tuviese que ver con una discoteca, un club o una fiesta privada. Tengo la sensación que desde entonces todo me fue insuficiente. No me bastaban la melancolía ni los renunciamientos sublimes. Quería un destino heroico, caminar por el filo de un despeñadero. En la mayoría de los casos, ni siquiera recuerdo las historias ni los personajes. La anécdota ha desaparecido, pero lo esencial, lo irreconocible, permaneció definitivamente dentro de mí.
Será por esa causa que siempre tuve la sensación de no pertenecer a esta época, que me equivoqué de siglo. Extraño aquella habitación iluminada por lámparas de combustible, el patio amplio, los ambientes perfumados de alcanfor, el jardín y sus senderos techados de pérgolas, el crepitar de los leños, la verja oxidada, los postigos que al abrirse llenan el cuarto de luz por las mañanas, el empapelado de florcitas rococó, relicarios que guardan algún íntimo secreto, como si hubiese nacido entre todo eso, ubicado en un cálido rincón de mi memoria, añorándolo, fiel todavía a los modos galantes y a ciertas costumbres acartonadas que me empeñaría en contrariar. Pretendí que mi vida fuese también una de aquellas novelas de mi abuelo y ahora me encuentro aquí, secándome de a poco, momificada por esta soledad que no deja espacios para el vuelo, sin hombre hosco ni tierno ni necesitado, anclada en el confín del mundo, sin alteraciones que me aceleren la sangre, sin poder dar un paso más.
Pobre abuelo, si pudiese verme. Y al recordarlo, recuerdo su cariño. Pero la culpa lo ha desplazado. No puedo evitarlo y ya no hay forma de pedir perdón. La muerte deja en los vivos los caminos truncados. Todo cambió con su ceguera, y no fue porque su condición de ciego me afectase. Me afectaron sus ojos. Fue algo repentino. Una tarde noté que ya no miraban nada en concreto, que se perdían más allá de lo inmediato, de las paredes, del jardín del vecino. También es cierto que sus historias comenzaron a ser más espaciadas y más cortas. Pero los ojos, lejos de apagarse, con el tiempo adquirieron un movimiento extraño. Vibraban como si hubiesen logrado energía propia, separados del resto del cuerpo pero prendidos igual a parásitos que se alimentaban de jugos cerebrales, de secreciones que fueron endureciéndole el rostro, marchitándolo y poblándolo de arrugas. Y en la medida que su rostro se moría, los ojos progresaron, cada vez más dinámicos, más vigilantes y observadores, pavorosamente vivos entre las sombras; una masa viscosa que se estremecía dentro de las órbitas, una gelatina repugnante.
Me pregunto cómo es posible que pudiese pasar del amor al horror, cómo se concibe ese salto. Saludarlo cuando íbamos de visita se transformó en una situación incómoda. Eludía besarlo en la mejilla, tan cerca de aquellos ojos, y lo abrazaba apoyando la cara sobre su hombro. Empezó a darse cuenta. Después me recibía ocultándolos tras unos anteojos oscuros. Fue peor. Sus ojos bailaban dentro de mi imaginación. Así perdí las historias y perdí a mi abuelo.
También él se perdió. No pudo sobreponerse y se volvió reconcentrado, áspero y de un continuo mal humor. Abuela lo acompañó en un proceso distinto. Tomada por la esclerosis, se cargó de años precipitadamente, cerró sus puertas y ya nadie supo más de ella. Mi impresión es que llegó a tan vieja que hasta pudo recuperar su capacidad de asombro. Todo parecía sorprenderla. Uno de los últimos recuerdos es verla frente al espejo hablando consigo misma, invitándose a algún lado, pidiéndole a la imagen que la acompañase, y cuando se movía y la imagen desaparecía del espejo, regresaba para pedirle que no se fuese, que no la dejase sola. Abuelo se hundió del todo en su universo nocturno. Murieron casi al mismo tiempo.
Hoy ha sido un día distinto. Puede tratarse de un hecho sin demasiada importancia. No sé. Pero ha conseguido cambiar mi estado de ánimo. Hilda y Mario me ayudaron a descubrir un proyecto, proponerme para la candidatura a la intendencia de Campogrande. Hasta mereció un festejo. Mario adelantó un vino que reservábamos para fin de año. Ignoro qué puede resultar de esto, pero me siento casi eufórica. Resulta increíble cómo el desaliento nos hace dar manotazos en el aire hasta que logramos atrapar alguna cuerda que nos sujeta de nuevo a la vida.

14
-Es una denuncia grave. Se necesitan pruebas para algo así. ¿Tiene testigos?
Entonces explora en la cartera, saca las cápsulas y las ostenta en la palma de la mano. Doradas, brillantes, ingenuas. Hasta parecen bellas, de una inocencia que abruma. No puede entenderse que apenas horas atrás hayan sido un ultraje. Pensó en ponerlas paradas, una a una, sobre el vidrio de la mesa, pero las deja caer y el tintineo suena a campanitas navideñas. Lo acompaña el sonido del teléfono que retumba como una intromisión.
-Dígale que no puedo atenderlo ahora, que me llame después. No, mejor dígale que yo voy a comunicarme con él.
Cuelga sin haber dejado de mirarla.
-¿Puedo preguntarle por qué vino directamente al ministerio?
-No me resultaba confiable hacer la denuncia en la policía sobre una agresión policial. Además no vine directamente al ministerio. Acabo de pasar por el juzgado.
El hombre permanece en silencio, estático, con el codo en el posabrazos y el índice sobre los labios. Parece observarla, pero ella sabe que lo que observa es la situación. Está midiendo las consecuencias, trata de imaginar hasta dónde puede llegar todo este asunto, la prensa, la credibilidad en el tapete. El hecho es un acto delictivo independiente del ministerio, pero el ministerio pasa a involucrarse si trasciende a la opinión pública y no es despachado de alguna manera. Hay resolución en la mujer. Va a llegar hasta el final. Y justo ahora, en el inicio de su carrera política. Eleonora sabe que le prometerá, que asegurará, que no se preocupe, y la despedirá con una sonrisa diligente y hasta un apretón de manos, y que apenas haya franqueado la puerta arremeterá contra el teléfono, tal vez con el ministro, o con el mismo gobernador, sobrevolará las cabezas de cualquier jerarquía si está en condiciones de hacerlo. El hombre fija la vista en las cápsulas, como si buscase en ellas alguna respuesta. La prueba de fuego, la primera cosa seria que deberá sortear como parte de un aprendizaje, una gimnasia política.
-El resto de estas joyas están incrustadas, tres en la pared de mi cuarto y dos en las obras completas de Octavio Paz.
-Entiendo, pero estas cápsulas deberán pasar por el laboratorio de balística una vez que las armas hayan sido decomisadas. Y de esto, justamente, se ocupa la policía.
-Por supuesto, yo también lo entiendo. Lo que ocurre es que mi casa ha sido baleada por hombres pertenecientes a este organismo.
-Suena a responsabilizarnos.
-Claro que no. Sé muy bien de dónde vino.
El hombre también lo sabe y desvía la pregunta.
-¿Alcanzó a distinguirlos?

El subalterno apura el paso hasta ponérsele al lado. ¿Por qué cada tanto se retrasa? ¿Acaso tiene miedo? No, no sería justo llamarlo de ese modo. Es otra cosa. Una excitación que nace en ese cosquilleo de la nariz cada vez que algo especial está por suceder. Debe lanzar el aire de golpe para despojarse del cosquilleo lo mismo que esas gotas de moquillo que acostumbran joder, entonces desaparece por un rato hasta que vuelve cuando uno ya ni se acuerda, porque no es como el moquillo que queda colgado en gotitas en el pico e' la nariz, puta que tiene tranco largo el comisario, de nuevo retrasado, un cuzco que trata de seguirle el paso. A sus espaldas el horizonte podría estallar en una luminosidad ya difícil de contener, pero el sol no se decide, agazapado, para no ser testigo de ese hecho que agitará el amanecer de un fin de semana que se insinúa límpido y sereno, como otros tantos fines de semana y tantos y tantos años desde que un asentamiento ovejero se instaló en el lugar y principió el poblado, años iguales a los siguientes y sólo sacudidos de vez en cuando por algún que otro acontecimiento pasional. Si no fuese porque lo saben dormido y por esa hilera de casas y de ranchos que mal que bien se mantienen en pie, quién diría que ése no es un pueblo fantasma, asolado por alguna epidemia o porque el hambre los corrió a otros sitios y el desierto quedó como único señor de la comarca. Rara vez hay viento a esas horas y sólo se oyen los pasos que podrían respirarse por la manera como crujen y llenan el aire. Pareciera que las botas del comisario y los zapatones del subalterno triturasen el pedregullo cuando toman la calle y enfilan hacia la casa desa conchasumadre que lindo despabile va'tener por meterse de politiquita, lo único que faltaba, tenerla de intendente a la porteña engreída, si en una de ésas hasta se convence y la volvemos para los Buenos Aires que aquí mandar es cosa de machos.

Recién entonces el hombre toma una libreta de anotaciones. No hay actitud de falso compromiso. Por cierta precisión en apuntar los datos, se da cuenta que ha caído en el lugar correcto. Es un profesional. Un funcionario que conoce cuál es el límite entre lo que no debe trascender y lo que ha escapado a los controles y es necesario volcarlo para que el organismo no se vea afectado.
-Los vi de perfil cuando se iban. Además tenían puesto el uniforme.
-¿A qué hora sucedió?
-No eran las siete todavía. Recién estaba amaneciendo pero puedo asegurarle que la visibilidad era excelente.
Y lo riesgoso no pasaba por ese par de idiotas que dispararon contra el frente de la casa, sino por un miembro fiel del partido que por varios lustros se instaló en la intendencia como en un trono y desde allí dirigió su feudo. El hombre clave, el más indicado en la relación entre el gobierno de la provincia y los hacendados de la región. ¿Era posible que se sintiesen tan impunes como para no tomar los cuidados más elementales? De los policías, podía esperarlo, pero el intendente... zorro viejo. Tal vez había confiado en ellos, los había dejado hacer sin instrucciones, suponiendo una prudencia obvia. Y ahora esa maestra, esa simple y convencida maestra de una escuelita perdida en una geografía remota, estaba allí, frente a él, erguida, pegada al respaldo, con la resolución reflejada en los ojos, sin un titubeo, sin una duda. Querría ver la cara del gobernador cuando se enterase. Y todo por una negligencia, un injustificable descuido. No hacía más de diez minutos desde que la vio entrar en el despacho y ya intuía frente a qué clase de personaje se encontraba. O al zorro se le habían caído los dientes o creía estar en el centro de una fortaleza inexpugnable. Se inclina a pensar lo segundo y también se pregunta si después de años de administración desde un poder omnímodo, pudo haberse insensibilizado al punto de perder contacto con cierta parte de la realidad. El poder como una droga, una adicción. Parecía infantil. Luego de haber sorteado trampas durante tanto tiempo, pisar la más rudimentaria, la más expuesta, sin malezas que la disimulasen, a campo abierto. Cómo puede perderse la noción del límite. Por primera vez concibe la idea de un remplazo, pero no por esta mujer, por Dios. Una fuente de dolores de cabeza, un dulce manantial de problemas, con esa carita cándida y aires femeninos. Eleonora le sonríe. Hasta parece que intuyera lo que está pensando.

En cambio el comisario parece que fuese a praticar tiro en el fondo e' su casa, con esa tranquilidá, ahí parado, quietecito mirando la puerta como si estuviese adivinando dónde le queda el corazón. Los postigos permanecen cerrados: no hay peligro de que haya despertado y ande paseándose por el cuarto. Saben que la cama está sobre la izquierda. Cuando el comisario desenfunda, el subalterno lo imita, pero ambos apuntan al mismo tiempo. En ese amanecer, por primera vez en la historia de Campogrande los disparos suenan por motivos políticos, un nuevo atributo que el pueblo deberá reconocer en su hija pródiga. Y el aire seco lleva las detonaciones hasta la última callejuela, hasta el último rincón, hasta la propia casa del intendente que esa mañana ha madrugado y las oye sin inmutarse, sin interrumpir el café humeante, lo mismo que si hubiese escuchado el dulce trino de los pájaros acurrucándose en sus oídos, ovillitos de lana, melodías del concierto político.
-¿Fueron tiros ésos? Me despertaron.
-Ha de ser un cazador que no conoce la prohibición. Ya lo voy a arreglar. Volvé a la cama.
En un primer momento permanece rígida, con la mirada que quisiera engastarse en las chapas del techo. No logra comprender qué es sueño y qué es despertarse con esos estampidos que más bien parecieron petardos dentro de la habitación. ¿Una broma? No hay bromas de ese estilo. Se incorpora al oír los pasos y las voces de los hombres. Alejandro ha desaparecido. Cuando ve los puntos luminosos en la puerta, empieza a ordenar las ideas. El desvelo sigue siendo parte del sueño, una frontera indecisa entre los dos. Sin embargo camina agazapada hasta la ventana. Entreabre el postigo y los ve alejarse, amigotes, bonachones, entre algunas risas y en verdad unidos. La complicidad minimiza las jerarquías. Seguramente irán por unas cervezas, piensa, aún con el corazón a los gritos. Lo primero que se le ocurre es meter el dedo por uno de los orificios. El dedo baila en el agujero, que no es redondo, como lo hubiera supuesto, sino astillado y desprolijo. Uno de los disparos ha conseguido rajar la madera. Abre la puerta con precaución, acaso temiendo que las sombras de aquellos hombres pudiesen permanecer en el lugar. Sólo la casa del intendente cuenta con césped y jardín, y nada le impide identificar las cápsulas sobre la tierra pelada. Todavía están calientes.

-¿Sabe las causas?
-Pensé que usted estaría al tanto de mi candidatura por el partido 19 de Agosto.
-Sí, claro, pero necesito elaborar un informe con su declaración. ¿Está señalando al intendente de manera implícita?
-Estoy señalando a los dos policías que dispararon contra mi casa. Desearía que las conclusiones no corriesen por mi cuenta.
-¿Piensa que la creyeron muerta cuando abandonaron el lugar?
-Estoy segura de que no me creyeron muerta. Fue un acto intimidatorio.
-Entonces cree que hay una conexión entre el intendente y la agresión policial.
-Permítame insistir en que no sea yo quien deduzca los motivos.
Es un absurdo. Entrar en un callejón, nadie más que ellos dos, y descubrir que no hay salida. No irá a ninguna parte con ese tono. Debe revertirlo, llegar a la confidencia. Parece inaccesible, pero tal vez él sea el responsable, gracias, fumé uno antes de entrar, quebrar la desconfianza. En el fondo es frágil, igual a todas las mujeres.
-Señora, voy a prometerle algo. Y es que se le dará curso a esta denuncia. No vamos a tapar nada ni a vacilar en todo este asunto.
Cada vez se siente más tranquila de haber acudido al juzgado. ¿Hacia dónde quiere llevarla? No alcanza a comprenderlo.
-No hacía falta que lo aclarase.
-Pero no deja de ser una cuestión delicada. Lo único que le pedimos es que por ahora no haya declaraciones. Es decir, sin prensa, sin difusión. Sería incluso contraproducente para la investigación.
-¿Por qué incluso? ¿A qué otra cosa se refiere?
-El intendente es un viejo caudillo y una persona reconocida dentro del peronismo.
-¿Quiere decir que debo temer por mi seguridad?
-No me refiero a la seguridad física. La política es un juego muy complejo, usted sabe, a veces no se conoce bien de dónde surgen las presiones ni qué tipo de maniobras pueden esperarse. Representa usted a una corriente atípica, por lo menos en la provincia. Difícilmente nada se logre sin resistencias, y a veces aparecen en los momentos más inesperados. Si me permite, a título personal, le sugiero mucha prudencia. Este podría ser un golpe inmejorable para su carrera política y debe saber aprovecharlo, lo que significa no cometer errores.
Se queda sin palabras. No sabe qué responderle. No porque sienta que le haya preguntado algo sino por el telón que súbitamente ha vuelto a caer entre los dos. Fue esa expresión, la carrera política, que terminó de dibujarlo por completo. Se reacomoda en la silla como si buscase llenar el vacío, ese silencio que crece en la expectativa del hombre. Ha descubierto, por fin, lo que supo desde un principio. Que se trata de esa raza de funcionarios para los que la política no tiene relación con un compromiso ante el prójimo, ni con el servicio, ni con la entrega de una idea, sino concebida como se concibe un proyecto particular, la carrera de medicina o de arquitectura, la carrera política a la norteamericana.
-¿Comprende lo que acabo de decirle?
-Perfectamente.
-Veo que nos entendemos. Es usted una mujer inteligente, señora Pla, perdón, tal vez deba decirle señorita...
-Es igual.
a esos estratos de hielo que se forman sobre los lagos y que después de romperse por cualquier motivo, vuelven a formarse. Se pregunta si también deberá aprender las reglas de la política como deporte.

Denuncia hecha STOP Permaneceré en Rawson hasta que aclare STOP Un abrazo STOP Eleonora
El empleado de la oficina postal casi corrió hasta las casas de la escuela, a paso largo para que no se notase demasiado, con el mensaje en un puño, no fuese a volatilizarse por esas jugadas macabras del destino. Hilda le alcanza el telegrama a Mario, que lo lee una y otra vez para convencerse de que al fin algo ha ocurrido.
Porque la convulsión que el hecho produjo en Campogrande fue tal que estuvieron a punto de suspenderse las clases, una solidaridad por demás riesgosa, y en el caserío no se hablaba de otro asunto, ignorantes de lo que aún faltaba, y los acontecimientos sobrevolaron los límites del poblado para instalarse en la más lejana de las estancias y en la más aislada de las chacras, con anécdotas jugosas, con versiones y contraversiones, si tendrían charla para rato, algo nunca visto ni escuchado en esa olvidada región compartida por Dios y por buena parte de los demonios.
Ni qué decir cuando a la tarde del día siguiente arribó el grupo de la federal para intervenir y secuestrar las armas que el comisario y el subalterno entregaron, lívidos, cual medallas de guerra justamente ganadas en lides diversas y que debían cederse a autoridad superior por orden de un juez allá lejos, que jamás habían visto ni sentido nombrar, qué sabía él de Campogrande, de cómo eran las cosas, ditaminando desde un escritorio cuando acá las cosas son distinta, esos dotores que están nada más que para fastidiarle el ánimo a uno, y ahora qué hacemos don Carlos, se llevaron las pistolas, pero el intendente se mantiene en silencio, no se preocupen, tengo amigos en Rawson, lo importante es no adelantarse a los hechos y actuar con la mente fría. Esto no va a quedar así, aunque algo huele mal en el instinto del comisario y quisiera decirle acuérdese que usté está tan metido como nosotros pero lo último que le faltaría es ponerse a don Carlos en contra, además el respeto, la mirada ensombrecida del caudillo a quien ha obedecido desde siempre, por algo soy lo que soy y por algo le he servido.
-¿Y no salió nada en los diarios de Trelew ni de Comodoro?
-Nada.
-¿Tampoco en la radio?
-Tampoco.
-Raro. Este silencio me tiene inquieta. Pero a Eleonora no la van a engatusar así nomás. A algún arreglo debe haber llegado.
-Dejá de preocuparte. Ella sabe lo que hace.
-Los chicos están dele hacer preguntas.
-Todo el mundo hace preguntas. Ya no hay nadie en este pueblo que no haya pasado frente a la puerta para ver los aujeros de los balazos. Parece un lugar de peregrinación.
-¿Te diste cuenta de una cosa?
-¿Qué cosa?
-Es como si se hubiese perdido el miedo. Los chicos están eufóricos y llevan su euforia a las casas. No puedo ni dar clase. La gente hasta parece divertida.
-Yo tengo la sensación que el intendente es intendente desde antes que existiese el pueblo. Así y todo, creo que vamos a tener novedades dentro de poco.
-¿Será posible, Mario? Se me hace difícil creerlo.
Y le aseguro que fue increíble ver de nuevo al grupo de la federal, ahora acompañado por un juez en mismísima persona, bajar de los coches como en las películas y entrar en la casa del intendente, si hubiese visto los ojos de la doña cuando atendió, el comisario y el ayudante estaban dentro los dos
inexplicablemente indefensos, entregados, desamparados, aturdidos, sin creer del todo en esa realidad que se les vino encima como maza de matadero
¿Usted alcanzó a verlo? No, pero me lo contaron. Cargó lo importante en el auto y se las mandó a mudar quién sabe dónde, dicen que hacia Chile, pero lo mismo que se lo hubiese tragado la tierra, quién iba a decir que el propio don Carlos, que nadie se le cruzaba en el camino sin un saludo, iba a salir así del pueblo, después de tantos años, escondido igual que una rata, seguro como estaba que el comisario y el ayudante a la primera pregunta denunciarían hasta a la madre. ¿Y fue así nomás? Parece que no tanto, que aguantaron bastante. Al final se convencieron que don Carlos los había dejado a la buena de Dios y desembucharon todo. Es de no creer, un hombre tan respetado y terminar con pedido de captura. Son las vueltas de la vida.

Ni votos en blanco, algo inconcebible para los pobladores de Campogrande, que suponían la obligación de votar por alguien.
-Después de todo la lista única forma parte de nuestras tradiciones -dice Hilda con apariencia de seriedad.
Porque las elecciones estuvieron tan cerca de aquellos acontecimientos que el peronismo no tuvo tiempo de rehacerse. Una vez más, falta de oposición, aunque con los papeles cambiados. Y si la hubo, debió manifestarse a través de la ausencia, cosa que ocurrió con algún que otro hacendado.
-¿Es cierto que van a sacarnos las chacras y las van a repartir entre todos?
Está a punto de responder que eso no es atribución de un intendente, pero alcanza a observar la cuadragésima sonrisa de Hilda en ese día, desde su silla de presidenta de mesa.
-Estoy aquí para darle, no para quitarle.
-En El Páramo y La Aguada andan diciendo que usted es comunista.
-Tienen miedo porque tienen mucho. Los comunistas no les sacan a los que tienen poco.
Cada respuesta de Eleonora me daba escalofríos. Pensé que la gente no iba a entenderla o iba a asustarse. Le dije varias veces que se cuidase de no espantar los votos. Sin embargo, no eran las palabras en sí sino el modo que las decía lo que inspiraba confianza. La votaron por eso. De todos modos importaban menos las ideas y los principios que el haber echado al intendente, sobre el que más tarde se sumaron los cargos de corrupción administrativa y malversación del fondo público.

Para la asunción del cargo asistió la convención entera del partido, más invitados, más curiosos que quisieron ser testigos de ese fenómeno sorprendente en todo el territorio de la nación, el triunfo del Partido Socialista 19 de Agosto, aunque fuese en una localidad olvidada de los ojos del mundo, de la república, de la provincia
¿Cree que el socialismo es una posibilidad real en el Chubut o que esto es solamente un espejismo político?
y para eso Hilda, la infatigable Hilda, preparó decenas de sanguchitos de salame, de mortadela, rodajas de pan y paté con un punto de mayonesa que tuvo la osadía de denominar canapés, además de cerveza y vino de damajuana en vasos plásticos,
¿Piensa que su triunfo se debió a la falta de oposición?
un lunch memorable empotrado en medio del salón de actos del colegio donde los maestros eran ya dueños y señores, el cuartel general al servicio de la guerrilla culinaria
¿Qué significado tiene para usted el triunfo de un partido socialista en la región más pobre del Chubut?
y no sólo paisanos y lugareños entregados al recreo sino los conductores del partido que no tenían palabras para expresar la enorme satisfacción que nos
¿Qué cosas concretas pueden hacerse en esta localidad?
y Mario a un costado, tímido como siempre, respondiendo casi con monosílabos, sin dejar de creer en lo íntimo que la política es como el ajedrez: una manera inteligente de perder el tiempo, y Eleonora hablando hasta por la nuca e Hilda de aquí para allá, sin parar un momento, llevando y trayendo, que no se acabe esto, que no se termine lo otro, cómo andamos de bebida...
¿Qué expropiaciones haría usted si fuese gobernadora?
porque tampoco era cuestión de que un acontecimiento como ése pasase inadvertido, igual a un día cualquiera
Ahora una de perfil, no, más acá, más acá
y empezó a llamar la atención de ciertos sectores de Rawson, para no hablar de algunos de Buenos Aires que la observaron como a una rareza, una pieza antropológica, un hecho curioso sobre el cristal de una vitrina,
¿nos permite una afuera?, si es posible con la escuela de fondo.
y hasta se arrimaron un periodista y un fotógrafo venidos de Trelew, que a su manera participaron del nuevo jolgorio que Eleonora le entregó a Campogrande, esta vez desde los estratos del poder. Un poder irrisorio, se diría folclórico, pero poder al fin.

15
-¿Entonces es verdá?
-Nueve días enteros. Nueve días completitos, desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde.
-¿Y qué comía?
-Dicen que se llevaba sánguches, viandas, un termo con café.
-De no creer.
-Y sabe Dios cuánto más hubiese estado si el gobernador no la recibía.
-Sería por bronca nomás.
-¿Usté cree? A mí me parece que mucho no se le animan. Es por esos libros, el despiporre que parece que armó allá en Comodoro, las cosa que escribió en los diarios, andan diciendo que hasta le sacaron en uno de la capital. Pero sobre todo lo que pasó con don Carlos.
-Ahí ha de ser la espina.
-¿Quiere que le diga una cosa? A mí me parece que esos huevones de Rawson le andan esquivando como si tuviesen miedo.
-Y tan lueguito una de afuera. ¿No será que faltan hombres aquí?
-Ni que lo diga. Mire si la escucha el suyo.
-Lo que no entiendo es por qué tanta preocupación. Por cuatro cinco ranchos que dan pura pena.
-Yo tampoco, pero parece que el ditrito es importante. No me pregunte. Será que hay intereses, mucho hacendado aquí.
-De no creer. Nueve días esperando audencia.

La puerta de la antesala chilla una queja y otra al cerrarse. La recepcionista la mira por encima de los anteojos sin despegar los dedos del intercomunicador.
-¿Tiene entrevista?
-Es justamente por lo que he venido.
-Llene aquí los datos, por favor. Y en este lugar la razón de la visita.
Al devolverle la hoja la recepcionista se detiene en el nombre, pero es sólo un relámpago porque cierto desinterés aparente sigue lamiendo la carilla hasta el final.
-¿Es su teléfono particular?
-Es del hotel.
-Bien, en cuanto sea posible nos comunicaremos con usted.
-Se lo agradezco, pero prefiero esperar aquí.
La recepcionista vuelve a observarla, esta vez a través de los anteojos, como si quisiese fijar su figura con mayor nitidez.
-Disculpe, señora, pero el gobernador no va a poder atenderla hoy. Le sugiero que vuelva al hotel y espere nuestro llamado.
-Puede ocurrir que el gobernador encuentre un hueco en su agenda.
La recepcionista sonríe. Tal vez se trate de un malentendido.
-¿Cómo dice?
-Que voy a esperarlo aquí hasta que se desocupe.
-Eso no tiene sentido.
-¿Usted podría darme día y hora para la entrevista?
-No hasta que no sea confirmada. Si no imagínese que cualquiera...
-Entonces me quedo hasta que el gobernador me reciba.

Desde varios días atrás que la notaba rara. No recordaba con exactitud desde cuándo, pero tenía la seguridad de que tarde o temprano ella se lo diría. Y como siempre, permaneció callado, sólo porque él era así. Un misterio sin sorpresas. Ella bajó el volumen de la radio y él aguardó, sin abandonar el rearmado de la bobina.
-¿Querés que te confiese una cosa?
-Me la imagino.
-¿A vos te pasa lo mismo?
Se detuvo. Necesitaba pensar la respuesta. Eligió la más impersonal.
-Puede ser.
Ella se sentó a su lado y se quedó mirándolo con la cabeza apoyada en las manos.
-Me pregunto si no estaremos siendo egoístas.
-Es una forma de sentir las cosas. No puede evitarse.
-Pero decime la verdad. ¿No era más lindo antes?
Dejó de girar el destornillador.
-Para nosotros, seguramente.
-Y para ella también. ¿Te creés que no le duele haber renunciado a la escuela, a los chicos?
-No podía seguir con dos puestos oficiales.
-Me refiero a otras cosas. Al mate de los recreos, todo lo que hablábamos, la manera que compartíamos hasta un pedazo de galleta.
-¿Acaso no la seguimos viendo casi todas las noches?
Silencio. No era eso lo que necesitaba escuchar. Volvió a la mesada. Acomodó unos platos. Guardó los cubiertos. Él regresó al destornillador.
-No es lo mismo.
El destornillador zafó de la ranura. Lo dejó a un costado.
-Tenés miedo que se te vaya cada vez más lejos.
-¿No te da la sensación que estuviese entrando en otro mundo?
-En una de ésas es cuestión de aprender a compartir sus cosas. Ya hay un antes y un después. Eso la ha marcado, y de alguna manera a nosotros también.
De nuevo el silencio. Y cuando lo quebró, su voz ya estaba en otro lado.
-Parece que hasta el pueblo hubiera recibido una sacudida. Nada es lo mismo. Se me hace difícil acostumbrarme.

Las baldosas que suenan a vacío, las paredes opacas, la luz mortecina de los pasillos, han empapado la atmósfera. Respira hondo el aire sin olor, saturado de nada. Ya es el quinto día, conoce cada rincón, los horarios, el movimiento del personal, el carácter de la recepcionista. Y la recepcionista fue creando a aquella mujer sentada en el banco contra la pared y que no dejó de mirarla por cuántas horas, santo dios, va a volverme loca, inventándola con el pasar de los días, al principio indiscreta, después necia, más tarde una invasora empecinada en alimentar su mal humor de las mañanas, en indigestar el almuerzo del mediodía, en martirizar su trabajo de la tarde, en prolongar hasta la exasperación el horario de salida, en los por favor, lo único que quiero es que la reciba aunque sea una sola vez, que la saque de aquí, no la aguanto más, no tiene derecho, por qué a mí, ¿porque estoy en el conmutador y tengo que dar la cara?, y no me venga con que se va a cansar, que va a terminar por irse, ¿cuándo?, cada día parece más emperrada.

-Comprenda que el gobernador está muy ocupado.
-¿Tanto como para no recibir a una intendenta de su provincia y salir todos los días por la otra puerta?
-Señora, le estoy hablando de buenas maneras; le pido que no levante la voz.
-Y yo le pido ver al gobernador porque hay una escuela metida en medio de la Patagonia que pide calefacción y reparaciones, hay chicos que piden material didáctico y mejor alimentación, hay un pueblo que pide energía eléctrica, hay una tierra árida que pide un depósito de agua...
-Señora, por favor, cálmese. ¿Usted cree que con ese tono va a lograr algo del gobernador?
-Mi paciencia y mi sonrisa de pasta dentífrica no parecen haber logrado mucho hasta ahora. Después de siete días consigo el privilegio de hablar con el secretario.
-La señorita le dijo que aguardase en el hotel.
-¿Una comunicación que no iba a llegar nunca? Adviértale a su gobernador que no voy a irme de aquí con las manos vacías y que si es necesario voy a iniciar una huelga de hambre en esta misma sala hasta que me atienda o hasta que barran mis huesos.
-No voy a permitirle que venga con amenazas. Y sepa que si es forzoso no tendré inconveniente en llamar a la fuerza pública para terminar con todo esto de una vez.
-¡Magnífico! El escándalo que necesito. Le suplico que lo haga lo más rápido posible porque esta situación ya precisa una conferencia de prensa.

Es cierto que no era gran cosa, pero tenía detrás un partido que la respaldaba. Podría decirse que no estaba totalmente desprotegida, porque si bien era un partido pequeño, incluso en el ámbito provincial, tenía capacidad para movilizarse, más que nada me refiero a los jóvenes que siempre están dispuestos y que no tienen problemas en tirar una bomba de estruendo en medio de un concierto, usted sabe a lo que me refiero. La cuestión es que teníamos una mediana capacidad para llegar a la opinión pública. El haber accedido a una intendencia con la que ni soñábamos meses atrás nos estimuló bastante. A eso súmele el liderazgo y el carisma de la señora... en aquel momento todo parecía más fácil y el partido era como un carro que se deja llevar confiado por alguien que sostiene las riendas con energía y que sabe a dónde va. Por lo menos ésa era la sensación que teníamos la mayoría de los que llegamos a conocerla, y no hablo únicamente de los que integrábamos los cuadros sino también de la gente de afuera que de un modo espontáneo se acercaba para colaborar.
Sí, yo era consciente de que se trataba de algo parecido a los tiempos heroicos, por llamarlos de alguna manera. Recuerdo que había una gran excitación dentro del partido, una necesidad de expansión, de desahogo, por fin un logro, no cabíamos en nuestras ropas, todo era efervescencia, la gente se arrimaba a los locales, llegamos a abrir dos en Comodoro y otros en Esquel, Trevelin y en la misma Rawson, si parecía un desafío a las autoridades, que al decir verdad nunca nos tomaron muy en serio. Trate de ubicarse en ese clima y en esa época y se dará cuenta del impacto que provocó lo que vino después, nada más que por una cuestión de contraste. Fue como si el mundo hubiese estallado, como si todo se hubiese venido abajo de repente. No podíamos creerlo. Ahora, a lo lejos, tal vez uno puede interpretar que hizo lo correcto, que no tenía otra alternativa. Pero el golpe fue tremendo y hubo gente que llegó a sentirlo casi como una agresión personal.
Eso siguió comentándose durante mucho tiempo en los pasillos de los ministerios y de la casa de gobierno. Fue la comidilla de aquellos días. Dicen que presionó de tal modo sobre la empleada de la recepción que consiguió ponerla al borde de la histeria y logró que presionase sobre el secretario del gobernador, hasta el punto de amenazarlo con renunciar si no le concedía audiencia, quien a su vez terminó presionando de tal forma sobre el gobernador que éste llegó a amenazarlo con despedirlo si lo seguía importunando. Por supuesto que es una exageración, pero forma parte del folclore.
Lo recuerdo muy bien. Fue en el atardecer del noveno día. Parecía una premonición bíblica. Lo cierto es que los cuadros del partido ya habían empezado con algunas operaciones, lograron un par de notas en la radio, se desparramaron volantes con golpes bajos, como hay niños en nuestro interior que tienen hambre y cosas por el estilo, hasta Jornada sacó un comentario un tanto sarcástico, pero comentario al fin, sobre la tozudez de la señora y la capacidad del gobernador de maniobrar políticamente escabulléndose por la puerta trasera.
En concreto nunca se supo, pero es obvio que llegaron a un acuerdo. Yo supongo que la señora debe de haber planteado no solamente los reclamos que había programado desde su asunción como intendenta sino lo que repensó, masticó y magnificó durante aquellos nueve días de espera en la antesala. ¿Hecha una furia? Es improbable. Una de sus habilidades ha sido siempre desconcertar al oponente haciendo lo contrario de lo que espera. Otras desconcierta porque hace exactamente lo que se espera. Es como si en la señora existiesen dos personas que a veces se enfrentan y a veces se complementan. Más bien imagino que entró en el despacho del gobernador con la mejor de sus sonrisas, contenida igual a un volcán que en cualquier momento hace erupción, y que le lanzó una perorata mezcla de azufre, pétalos de rosa, lagrimones y amenazas veladas, todo envuelto en algo de simpatía y tal vez con una buena dosis de sensualidad. Creo que se preocupó más por caerle bien que en ir al choque. Así habrá surgido lo de las partidas presupuestarias especiales, el comedor escolar modelo, el nuevo sistema de calefaccionamiento, la presión sobre los hacendados para que colaborasen... cómo decirlo, espontáneamente, lo que después se transformó en un aumento del impuesto territorial del municipio. Aunque es posible que lo más importante haya sido la energía eléctrica. Y lo más asombroso fue que cumplió.

Los camiones se detuvieron en los fondos de la nueva sede municipal, la casa del ex intendente, prófugo de la justicia por instigador de un hecho de violencia y porque las cuentas entre lo que el municipio recibía y lo que gastaba no encajaban en el espectro de las ciencias exactas. De todos modos no se trataba de una expropiación, ni qué decirlo, sino de un inmueble tomado a préstamo hasta que el señor ex intendente regularizase su situación y pudiese regresar a Campogrande con la cabeza bien alta.
-¿Dónde ponemos todo esto, señora?
-Aquí, aquí, por este lado -con esa excitación indisimulable que le saltaba por los ojos.
Hilda se contuvo de preguntarle si se había vuelto loca, agotada de entrar una y otra vez en ese lugar conocido. Entonces la azorada Hilda fue testigo de cómo aquellos hombres descargaron tablas y vigas de madera, ladrillos de segunda mano, listones, varillas de hierro, chapas usadas, bolsas de cemento...
-¿Acaso tenés intenciones de construir una ciudad?
Cuántas veces Hilda le había visto esa picardía colgada de la sonrisa. ¿Una travesura más? Pero ésta tenía el tamaño de cuatro camiones que según Eleonora representaban sólo la primera partida.
-Mi querida Hilda, en eso andamos.
-¿Y de dónde lo sacaste?
Hizo que meditaba la respuesta.
-Aumento del presupuesto municipal. Favores de nuestro amigo, el gobernador. ...Y algo de mi sueldo.
A la noche Hilda hizo un pollo. Mario escuchaba, devorando cada una de las palabras.
-Esto tiene que funcionar. No podemos permitirnos el fracaso, y mucho menos en el comienzo. Hay que transformar esta tapera en un pueblo. Un verdadero pueblo.
Hilda lo miraba de reojo mientras comprimía un nuevo limón sobre la costra dorada del pollo. Pocas veces lo había visto tan concentrado, tan interesado en un proyecto que se apartase de los límites de sus reparaciones y de sus libros técnicos. Eleonora era una máquina de hablar y Mario un sutil mecanismo receptivo al que no parecía escapársele nada.

-Papi, ¿qué son las jornada comunitaria de trabajo?
-Algún nuevo curro d'esta nueva intendenta que tenemo.
-No le digas eso al chico. La señora es diferente.
-Todos son diferente ta que agarran la manija. Vos la defendé poque es mujer, entre ustedes se entienden, pero ya vas a ver en lo que termina todo esto.
El pasacalle adherido a dos postes reumáticos fue, en un principio, el aspecto más imponente del proyecto que ya tenía categoría institucional. Jornadas Comunitarias de Trabajo. Y un subtítulo: viviendas dignas para todos. Esto de comunitarias me suena a comunistas. ¿No les dije yo?
El domingo inaugural acudió a la convocatoria apenas un grupito, más de curiosos que de colaboradores. Fueron los testigos privilegiados del primer sorteo que ya empezó a tener un aspecto festivo con la cuestión del canasto con los papelitos y los nombres de los respectivos presentes y el bracito de aquella criatura agitándose dentro como una culebra a punto de deglutir el nombre del afortunado... ¡Nicomedes Puentedura!, si parecía una quermés, los desprevenidos asistentes armados de palas y baldes y yendo y trayendo material que por suerte la casa de don Nicomedes no estaba tan lejos de la intendencia y los chicos jugando a la ronda ronda en derredor del montículo de cemento hasta que váyanse a jugar a otro lado que no hacen otra cosa que molestar, y así se fue levantando ladrillo por ladrillo la nueva vivienda de don Nicomedes con tanque de agua y todo para pagar en quince años, eufemismo de esas deudas que es posible no se paguen nunca porque siempre, en algún punto misterioso de la cronología, aparece un artículo o un inciso o una disposición especial que termina por cancelarla, y de este modo los mismos pobladores fueron emprendiendo la edificación de las viviendas con Mario erigiéndose en ingeniero, arquitecto, capataz y maestro mayor de obras, Hilda encargada del entretiempo con el mate cocido y las galletas, y Eleonora en la organización de cuadrillas y directora general del proyecto, después de vencer desconfianzas e indiferencias que el instinto del desengaño advirtiera luego de generaciones marginadas y promesas incumplidas, y si al principio la idea resultó estrafalaria, cuando la primera casa estuvo concluida y entregada, la colaboración se transformó en manía y hubo que reorganizar los grupos de tarea para que no se entorpeciesen unos con otros. De esta manera inusitadamente económica, donde el esfuerzo de la comunidad de Campogrande remplazó a los todavía mezquinos recursos del poder central, la calle entera vio demoler los ranchos que la habían adornado con sus fachadas telúricas, y puestas en su lugar, modestas pero seguras viviendas de material.

-¿Una plaza pa qué, se puede saber?
-Pa tener árboles, mujer. Pisar pasto, un lugá donde sentarse a echarse un descanso.
-¿Más descanso queré? ¿No te alcanza el que tenés aquí?
-Pero es distinto, mujer. ¿Es que no entendés? Una plaza es una plaza.

Fue en la reunión para organizar el segundo congreso del partido. Alguien lanzó la piedra y varios recibieron el golpe. Entonces el clima exultante se entremezcló con la alarma y la bandera amarilla fue izada por primera vez. Un llamado de atención que nació de la boca del secretario, tan luego, con un sonido ronco, abrasivo, que raspó el ánimo de los concurrentes quienes, se suponía, debían asistir a una ceremonia de abrazos y felicitaciones mutuas. Con la mano en lo alto y el tono de un patriarca, advirtió que no estamos siendo consultados. El partido no está siendo consultado. Y no estoy aquí para poner en duda los logros incuestionables de su administración. En eso estamos de acuerdo. Pero la señora Eleonora Pla parece actuar mucho más por cuenta propia que como miembro de un partido que la apoyó con todos sus recursos. Las decisiones que ha tomado jamás fueron debatidas sino comunicadas. Yo me pregunto, ¿es la señora Pla quien está dentro del partido o es el partido un apéndice de la señora Pla?
Algunos aplausos. Algunos silencios. Algunos silbidos, pero la inquietud ya se había echado a rodar por el tapete institucional. Entre el murmullo se levantaron voces que mencionaron la eficiencia, el peligro, hay que poner un límite, no a la burocracia.
-Y lo que es más grave es que así como tenemos verdaderas avanzadas en nuestras posibilidades a las intendencias de Trevelin, Gaiman y Rawson, la señora Pla está apoyando implícita y explícitamente al justicialismo en Comodoro Rivadavia, Esquel y Trelew, oh casualidad, la ciudades importantes si exceptuamos la capital.
Consternación. Otra voz consiguió elevarse y replicó que si el socialismo no conseguía hacerse fuerte en esas localidades para la época de las elecciones, no habría otro remedio que abstenerse o intentar un acuerdo con los peronistas, pero otra más alegó que no debía correrse el riesgo de que el peronismo se tragase al partido en alianzas sospechosas y que debía dársele la oportunidad a los socialistas de votar por sus ideas, así el partido consiguiese tres votos. Y más allá una nueva voz sostuvo que aquí lo importante no eran los muchos o pocos votos que pudiesen conseguir en la próxima convocatoria municipal sino las muestras de indisciplina de la intendenta de Campogrande, quien debía ser interpelada en el ámbito del segundo congreso. Las voces seguían elevándose como el césped luego de una lluvia gratificadora, pero esta tormenta anunciaba más un clima de guerra que de naturaleza rediviva. Desde un rincón alguien dijo que resultaba mezquino que a tanto tiempo de las elecciones ya se empezase a discutir el tema de las candidaturas, aunque puso el dedo en la llaga cuando afirmó que no debía dársele excusas a la señora Pla de alejarse del partido, y que el hilo que unía a una y a otro era más débil de lo que aparentaba. Nuestra fuerza es ella. Seamos tácticos. No actuemos con heroísmo sino con inteligencia. No la irritemos porque por ahora ella es nuestra avanzada. Si en nombre de los principios la dejamos a un lado, entonces nunca llegaremos con nuestros principios a la sociedad. Los principios atentarán contra los principios. Las ideas se volcarán en contra de su realización. Y eso es un contrasentido.

-¡Papi!, trajeron juegos, los están terminando e'poner, una tabla larga con una escalerita de ande tirarse p'abajo. Muchas hamaca parecidas a las que me hiciste vo con la goma e' la chata.

Hasta la misma calle cambió de cara cuando nuevos camiones trasportaron viejo empedrado, desecho de las ciudades asfaltadas.

Fue una especie de monumento a los tiempos nuevos. Primero nació la plataforma, y su redondez despertó el comentario mórbido de un hacendado que preguntó si el criterio visionario de la señora Pla no estaría construyendo un lugar de aterrizaje para los platillos voladores, y que podía apreciarse desde una avioneta como un punto blanco que contrastaba con el desierto. Después surgieron las vigas de cemento y cuando el esqueleto se elevó varios metros sobre el nivel del suelo, el comentario mórbido de un hacendado fue si no era demasiado tarde para hacer un mangrullo desde donde se avistase la polvareda de los malones. El tanque descansó en el esqueleto a los cuatro meses de haberse iniciado la construcción y su presencia se transformó en un centinela gigantesco que todo lo ve y todo lo escucha, con el misterio de quien vigila, atento, los movimientos del pueblo desde una altura desproporcionada, tanto que despertó el comentario mórbido de un hacendado que preguntó si tal monstruosidad era indispensable para que la señora Pla pudiese realizar su habitual ducha de la mañanas.

Las recorridas de Eleonora suelen orientarse hacia el poniente. Allí el sol no encuentra reparos tras ninguna nube y comenzaría a hundirse, impávido, en el horizonte si no fuese por las líneas de arbustos, aquí, y de árboles aún retoños, más allá, y que perturban su descanso hace ya varios meses. Eleonora misma ha plantado algunos junto al entretejido de canaletas por donde les llega el agua que el cielo mezquina la mayor parte del año. La compañía de Hilda se ha hecho más frecuente a pesar de que asegure que los crepúsculos le parecen tristes. Una ráfaga de aire resbala sobre su piel erizada. Sólo atina a meter las manos en los bolsillos del vestido. El sol ha tocado las copas de los retoños y las sombras comienzan a proyectar sus dedos hacia el pueblo. En diez minutos más el caserío quedará cubierto.
-¿Te parece que cuando crezcan podrán contener al viento?
-Van a ser altos y espesos. Y si no pueden, por lo menos quedarán bonitos.
-Espero que logren sobrevivir. Me preocupa que todo dependa de ese motor.
Y con un movimiento del mentón señala la cabina que se levanta en medio de la plataforma del tanque. Es verdad -piensa Eleonora-, aquí está todo por hacerse y lo que está hecho debe pelear por mantenerse en pie. Si el motor falla les faltará el agua. Pareciera que el poblado entero descansase bajo una espada de Damocles. La sobrevivencia en estado de alerta. El viento, las heladas, la nieve; aquí debe lucharse con los elementos y contra los elementos. Hasta pensó en el uso de la energía eólica, pero ni se atrevió a mencionarlo. ¿En qué juego se había metido? ¿Hasta dónde podía llegar? ¿Hasta dónde quería? Es curioso -tuvo ganas de confesarle a Hilda-, a veces tengo la sensación de que todo esto es un capricho, un antojo, algo que puedo abandonar en cualquier momento, que puedo regresar, deshacer lo hecho, esfumarlo, regresar a la maestra, regresar incluso a mi llegada a Campogrande, recomenzar de nuevo con la seguridad de que la historia podría repetirse, que tengo el tiempo y las circunstancias bajo mi control, que en realidad nada de esto es en serio, eso es, un juego, jugar con la vida, la existencia como un tránsito por un parque de diversiones, apostar aquí, arriesgar allá, entretenerse un poco, recorrer el camino entre el nacimiento y la muerte como un pasatiempo donde también juegan los cambios bruscos, los giros sorprendentes, salirse del sendero, manipular el destino, porque las tragedias no serían sino accidentes de una comedia imperceptible.
-Es cierto, espero que logren sobrevivir.
Hilda apenas gira la cabeza, lo suficiente para descubrir el perfil de Eleonora, y el perfil le devuelve un rostro que no le conocía hasta ahora, o que le conocía pero en el que nunca había reparado. Hasta me sorprende verla así, rígida, como si tuviese una máscara de yeso cubierta de piel. Esa mirada sólida, la piel pegada a los huesos, los pómulos sobresalidos y el mentón que cuándo se volvió tan severo. Y sin embargo hay ternura en estos gestos endurecidos. Me cuesta entenderlo. Aunque ésta es tu manera de ser, Eleonora, siempre con algo de inhospitalario en el fondo de tu hospitalidad y con una amargura en la sonrisa. Mario también lo sabe, Mario y yo lo sabemos, hay una parte de vos a la que nunca vamos a llegar, y si así no fuese serías otra, con otro nombre, otra cara, otra historia. Con el tiempo una empieza a darse cuenta que tu parte real es tu parte irreconocible, sos tu lado oscuro, tus secretos. Por eso estás condenada a amar desde afuera, a ser amada desde afuera, a helarte sola junto a todo lo que arde dentro tuyo porque hay algo de este desierto que se te parece. Puedo verlo y respirarlo, escuchar el latido de su corazón, pero el desierto no pertenece a nadie, pretende engañarnos, nos dice que es árido cuando yo sé que esconde su frondosidad, nos dice que es pobre mientras disimula su abundancia. La superficie es áspera porque la frescura de sus caudales es subterránea, la parte más querible del desierto corre por debajo, lejos de nuestra conciencia. Es cuestión de intuirlo, de abandonarse a su misterio, porque supongo que es el misterio lo que me cautiva de vos, no saber quién sos ni hacia dónde vas ni lo que en realidad querés. No saber lo que pensás ni lo que sentís. Mi amor por vos no se alimenta de lo que sé sino de lo desconocido. Tal vez sea la forma más hermosa de amarte. Amar si saber por qué.
La sombras que se proyectan desde los arbustos ya han alcanzado los pies. Hilda siente el impulso de retroceder, como cuando la espuma helada de las olas avanza sobre la arena.
-Hace frío. Es mejor que volvamos a casa.

El hilo subió al extremo del poste inicial en los primeros días de marzo. La comba que formó al trepar al segundo poste fue de inmediato mecida por el viento. Así el viento la acunó con su arrullo, dándole la bienvenida. El hilo creció, alimentado por las cuadrillas, pero lo contuvo la noche antes que se perdiese de vista. Su apetito insaciable siguió consumiendo horas de cuadrillas, día tras día. Para mediados de abril ya había recorrido noventa kilómetros. La hilera de postes sorprendió al desierto, que se mostró incapaz de una reacción rápida, pero apenas entrado mayo arremetió con una precoz tormenta de nieve. El intruso se detuvo, atemorizado. Sólo se dejó intimidar durante dos días. Cuando logró recuperarse avanzó con fuerza duplicada. Las cuadrillas fueron bendecidas con horas extras y ya nada pudo demorarlo. Para junio avisó unos techos humeantes. Doscientos cuarenta kilómetros de cable. Campogrande se preparó para el recibimiento.
-Yo sé que no sos de discursos -le dice Hilda-, pero están esperando como si llegase un tren en el viaje inaugural.
-No me explico cómo llegaste tan lejos con tu alarmante incapacidad para la demagogia -agrega Mario.
-La humildad puede formar parte de una demagogia mucho más sutil.
-Pero esta vez no vamos a darte el gusto -insiste Hilda-. Todos esperamos que enciendas la primera bombita con grandes palabras y en medio de los aplausos. Es un momento histórico, Eleonora. No le vas a negar eso al pueblo.
-¿Serían capaces de negárselo al gobernador?
-¿Por qué no nos dijiste nada? La relación con ese señor parece cada día más prometedora -festeja Hilda, aunque Eleonora no sabe si ha subrayado relación o ese señor.
-Entre divorcio y divorcio, a veces conviene estar casada con el poder.
-Mientras no termine igual que el intendente... -añade Mario con ese gesto impreciso que nunca se sabe si aprueba, censura o simplemente comenta.

Y vino el gobernador. Y hubo discursos. Y el encendido de la bombita fue como la llegada del tren inaugural antes de que la estación esté concluida, todavía con escombros y andamios a la vista. Y cuando esto sucedió en el poblado que ya no era poblado sino pueblo, entonces Campogrande pareció despertar refunfuñando un lumínico bostezo, desembarazarse de su letargo, sacudir su condición de pueblo de paso, adorno de ruta, y atreverse a vida propia. Porque el tendido eléctrico trajo un establecimiento de esquila y depuración industrial de la lana, abrió cuatro talleres y una carnicería, y dos años más tarde hasta hubo quien se animó a imprimir una hoja semanal que plegada parecía un periódico y todo, con el nombre en letras góticas y titulares resaltados, que informó sobre las novedades de la zona, de la provincia, chismografía y objetos perdidos.
Y fue así como La voz de Campogrande dio la primicia de que es un verdadero orgullo para nosotros informar a la comunidad de esta amplia zona de la Patagonia central que, a causa de hallarse en sus postrimerías la asfaltización de la ruta Trelew-Esquel, ha sido aprobada la instalación en nuestro pueblo de una filial del Automóvil Club Argentino, medida largamente aguardada por el transporte interpatagónico y que, a no dudarlo, le brindará mayor impulso y presencia al desarrollo no sólo de Campogrande sino de su área de influencia, puesto que así puede hablarse dado el crecimiento del que, como pocos, ha sido objeto este pueblo, de la mano informal pero resuelta de su intendente, la señora Pla, quien junto con Hilda y con Mario se doblaban de la risa al leer los comentarios sobre su administración desde que decidió publicar solicitadas e informes municipales en La voz de Campogrande, constituyéndose en su principal fuente de ingresos, mantenimiento y regularidad, amén de algunos artículos personales que cedió sin cargo.
-¿Por qué todo te sale bien? Hay mil teclas y parece que siempre apretases la que suena mejor. ¿No habrás hecho un pacto con el diablo, vos?
-No puedo contestarte. Me ha prohibido que diga nada.

Podría asegurarse que desde un primer momento se estableció un enfrentamiento tácito. Se lo dijeron con los ojos apenas se conocieron. La iglesia se construyó casi con el sacerdote dentro gracias a los aportes de los hacendados, que desinteresadamente ofrecieron los recursos para obra tan venerable.
-Parece un buen tipo -dice Hilda-. Me gusta como habla. No es de ésos que se la pasan diciendo cosas como la santísima trinidad, el misterio divino y todo eso que la gente no entiende ni tiene ganas de entender. Habla de cosas simples, cotidianas, cosas de todos los días. Es un poco bonachón, hasta me parece algo confianzudo, pero me gusta.
-La Iglesia no es tonta.
-¡Ay, Eleonora!, ¿es que siempre vas a encontrar el pelo en la sopa?
y fíjense ustedes qué dato curioso. El hombre, el ser humano, en la medida que más fue creciendo materialmente, rodeándose de comodidades, de objetos, ha sido víctima, al mismo tiempo, de un empobrecimiento de su espíritu, de sus valores, sus tradiciones. En las sociedades modernas, y sobre todo en las grandes ciudades, se ha ido perdiendo la comunicación entre unos y otros, las personas se desconocen, hasta los padres desconocen a sus hijos y los hijos a sus padres, nadie sabe quién es el prójimo porque se ha desvanecido el concepto de prójimo, no se sabe quién es el que está al lado, apretujados en los trenes y en los colectivos que los llevan al trabajo o los regresan a los hogares, el hombre separado del otro, desmembrado, sin reconocerse, sin que exista la posibilidad de ayudarse ni de comprenderse. Y estar alejado del hombre es estar alejado de Dios, porque Dios lo ha creado a su imagen y semejanza y porque el hombre es Su creación más compleja y maravillosa. No tener la posibilidad de darle una mano al prójimo es negársela a sí mismo y negarse la posibilidad de que Dios acerque su mano a nosotros, porque todos somos uno, unidos en Su obra y en Su voluntad. No sería aventurado afirmar que si esas sociedades han entrado de lleno en la era de las comunicaciones, es porque el hombre está incomunicado. Por eso, cuando se me destinó a un pueblito patagónico que me costó encontrar en el mapa, me puse contento. Me puse contento porque sabía que aquí me iba a reunir con gente cercana a Dios, gente humilde y sensible, con las puertas de su corazón abiertas al mensaje divino, gente pobre como pobre fue Nuestro Señor, nacido en un pesebre, hijo de un carpintero, en una aldea no muy distinta de ésta. Y no es que yo esté en contra del progreso sino que digo: debe tenerse cuidado con el progreso, no dejarnos encandilar por él porque el progreso puede ser el primer paso hacia otras tentaciones que nos alejen de nuestra humildad, que nos alejen unos de otros, que nos alejen de Dios, de nuestros padres y de nuestros hijos, de nuestros muertos, de nuestro pasado y de nosotros mismos.
-¿Es que acaso soy la personificación del demonio?
-El padre Evaristo jamás dijo eso.
-No expresamente. Serían capaces de bajarlo del púlpito y colgarlo del campanario.
-No seas injusta. El padre Evaristo nunca te atacó.
-Lo viene haciendo desde el primer día, pero no se anima a decirlo de un modo abierto. Sabe muy bien que los jóvenes ya no emigran como antes para trabajar de changadores o de sirvientas, que los pobladores tienen casas seguras sobre suelo propio, que este año he entregado más de cincuenta títulos de propiedad de terrenos que eran municipales, sabe lo que significó la energía eléctrica, a ver si dice que ahora los chicos van a una escuela como Dios manda...
-Por supuesto, Eleonora, si nunca lo negó.
-Nunca lo mencionó.
-No pretenderás que una iglesia se convierta en un lugar de propaganda oficialista.
-No se trata de propaganda. Se la pasa tirando piedras y después esconde la mano. Yo no pido un reconocimiento público sino que deje de hablar de su famoso progreso como de un cuco.
-Puede ser que no le caigas simpática. Vos tampoco ha hecho mucho para...
-Hilda, por favor, quien calla, otorga.
-¿Otorgar a quién? Estás confundiéndome.
-¿Vos te creés que los hacendados construyeron una iglesia y trajeron un cura por una cuestión de simpatía o de antipatía?
-Me parece que estás mezclando las cosas. Hablás como si los hacendados hubiesen elegido al cura.
Fue entonces cuando Mario consideró llegado el momento de servirse un último vaso de vino e irse a dormir.

16
No es la primera vez que desde las columnas de este periódico se hace mención a la intendenta de Campogrande ni a su intensa actividad en ese municipio, y presumiblemente tampoco será la última. Hasta los oídos de nuestra ciudad han llegado algunas de las exuberantes anécdotas de esta mujer en quien parecen combinarse la seriedad y la frivolidad, la amabilidad y la intransigencia, que ha cautivado no sólo a los sectores sociales bajos sino a los de nivel medio, seducidos por ese carácter severo y caprichoso, siempre dispuesto al personalismo bajo el título de una administración eficiente y que ha transformado a la señora Pla en una especie de hada madrina, según algunos, y en la más viva encarnación de la demagogia, según otros.
Tampoco es el objeto de este artículo juzgar su capacidad como administradora sino señalar su desproporcionado crecimiento en la opinión pública, habida cuenta que tal popularidad se ha desarrollado desde un pueblito que por alguna razón recibió una asistencia especial del gobierno de la provincia y que recién ahora entendemos qué ha dado a cambio.
Lo cierto es que el gobernador enfrenta una situación cada vez más compleja, con denuncias de corrupción, ineptitud, burocracia, inexistencia de una política coherente y cuestionamientos dentro de su propio partido. Frente a este panorama, se ha obrado el milagro -con perdón del término- de que sólo unas palabras de apoyo de la intendenta Pla pudieron devolver la confianza de los ciudadanos a esta gobernación, es de suponer no por mucho tiempo.
Pero mientras tanto se obtuvo una bocanada de oxígeno, una distensión del clima ya casi insostenible que se estaba viviendo en la provincia. Entre tanto la "colaboración" sigue fluyendo alegremente hacia Campogrande y su intendencia estará en mejores condiciones de exhibir logros de difícil objeción.
Pero todo tiene su precio y hasta la señora Pla puede llegar a sentir el costo político de tal actitud, por de pronto muy criticada en los corredores de su pequeño partido que, con razón, teme quedar pegado a un progresivo e indetenible descrédito del peronismo en la provincia, por más aval que reciba de figuras extrapartidarias. Esta aproximación entre ¿el Partido? Socialista 19 de Agosto y el justicialismo llegó al clímax cuando la intendenta de Campogrande se hizo presente y se ubicó a la derecha del gobernador (hay quienes sostienen que debió estar a su izquierda) durante el discurso que éste dirigió en el acto celebratorio del día de la independencia. Y ya sabemos lo que esto puede significar. Ante la cercanía de nuevas elecciones para la gobernación, no sería extraño que el actual y problemático mandatario juegue su carta fuerte y decida contar con una mujer como compañera de fórmula. La maniobra más audaz para recuperar de un solo golpe los votos perdidos. Y si bien se trata únicamente de conjeturas, ya empezamos a preguntarnos por el grado de resistencias que esto podría provocar en las filas del justicialismo.
Pero la inquietud no sólo involucra a los afiliados y dirigentes de ese partido sino a la ciudadanía chubutense en general. Nada más hace falta un poco de imaginación. Imaginemos a la señora Pla vicegobernadora de la provincia; imaginemos que el actual gobernador persista en un proceso de deterioro; imaginemos que la situación se torne insostenible y sea obligado a renunciar o se encare un juicio político; imaginemos a la señora Pla gobernadora del Chubut. ¿Su imaginación ya está saciada? La nuestra no. También nos imaginamos una isla en una Argentina democrática y el peligro de una intervención federal.

17
¡Traición! fue la palabra que inflamó el aire, se pegó a las paredes, se deslizó hasta los zócalos y recorrió el piso como un jugo hediondo. También fue el puño que se descargó sobre la mesa, el gesto incrédulo, atónito, desesperado, se empezaron a buscar culpables, quiénes eran los responsables, quiénes habían arrastrado al Partido tras esa mujer que algo me lo decía, a mí nunca me inspiró confianza, quiénes, el dedo señalando a éste, aquél, los rumores, la caza de brujas, hoy reunión urgente a las veintitrés en el local central, y la peste se declaró, imperturbable, escogió a sus víctimas, las ahogó, las deshizo entre estertores y agonías, hasta pudieron apreciarse escenas de pugilato -destacó un diario de Comodoro. No puede hacernos esto. ¿No puede? Y la carcajada fue más dolorosa que un salivazo en plena cara. Yo se los dije, se los advertí. Estábamos con el demonio y lo confundimos con un ángel. ¡Ingenuos!
Algunos medios rescataron más el espectáculo dentro del partido que el vertiginoso salto de la intendenta que al parecer no ha tenido demasiados escrúpulos a la hora del reacomodamiento. Pero no nos dejemos engañar por la luces del circo. Su intempestiva desafiliación del socialismo y su ingreso por la puerta grande en el Partido Justicialista es lo que en verdad llama la atención y es objeto de análisis de los observadores políticos y del periodismo serio.
-Hasta en Buenos Aires se lo comenta, y hay cierto estupor en algunos círculos. Yo creo que el gobernador estaba empezando a ser un candidato incómodo y el oficialismo tiene miedo de perder la provincia en las próximas elecciones.
-No es así la cosa. El arreglo es otro. ¿Acaso vos pensás que el gobernador podría tolerar una presencia tan molesta como esa mujer pegada a sus espaldas? Ese matrimonio es imposible.
-Hasta ahora se llevaron bien.
-Mientras duerman en camas separadas. ¿Querés que te diga cómo viene la mano?
cuando lo cierto, lo razonable, parece ser que las presiones de los mismos dirigentes peronistas sobre el gobernador lo han hecho desistir de la idea de arrastrarla a la vicegobernación de la provincia, un puesto demasiado comprometido y que, cabe suponer, el gobernador ya tenía adjudicado desde hacía tiempo. Fuentes bien informadas y que solicitaron no ser identificadas sostienen por un lado que la eventualidad de una vicegobernadora como Eleonora Pla es inaceptable, aunque por otro consideran fundamental su presencia para las elecciones de abril, y que ese espacio podría estar en la candidatura a la senaduría, elección que se realizará conjuntamente con aquélla. Los interrogantes, entonces, surgen por decantación. ¿Qué gana el actual gobernador con esto? El voto para ocupar el ejecutivo provincial ¿iría "enganchado" al voto para ocupar una banca en el parlamento nacional? ¿Tal confianza tiene en la popularidad de un personaje con tan vagos antecedentes políticos? ¿Persistirá la histórica tendencia del pueblo chubutense a no dividir boleta? Sólo el futuro tiene respuestas a estas preguntas. Mientras tanto, la señora Pla, con su discurso populista, su carisma pasado de época y su falta de realismo para encarar los temas más complejos, sigue siendo la vedet de los medios de comunicación, especialmente radiales, que no escatiman oportunidad para gozar de su frívolo encanto.

Piensa que el cigarrillo nocturno es el único que vale la pena. Sólo tres o cuatro minutos a lo largo del día. Es el tiempo permitido. Ni disfrutar de una conversación, ni comer con apetito, ni salir a caminar por los alrededores, ni siquiera disponerse a dormir, nada, sin intención alguna, nada más que la brasa del cigarrillo hiriendo la oscuridad, el humo invisible inflándose en el aire, así, abandonada sobre la cama en el último acto de la jornada, sólo tres o cuatro minutos para estar consigo misma. Ese momento, entero, absoluto, irrepetible cada noche, no para ordenar las ideas porque no existe orden ni desorden, ni la razón en blanco ni el intento de pensar, sólo estar, y que la mente se deslice sin propósito, fecunda y estéril.
Y en la oscuridad, sólida como el silencio, comienza a oír el cuchicheo (siempre es tímido al principio), el entrevero de las hojas que se desperezan, se abren de a poco, en una página cualquiera, voces que ganan el cuarto, que descienden de las estanterías, movimientos lentos, alguien podría decir que tratan de no hacerse notar. Pero ella sabe que no es así, que su intención es otra. Voltea la cabeza hacia la biblioteca principal, la que ocupa la totalidad de una pared. Desde allí se asoman la mayoría. Es así casi siempre. El cigarrillo no ha terminado de consumirse. Le da una bocanada profunda. La primera vez que aparecieron se mostraron extrañados, hasta se diría confundidos, no sabían qué hacer ni dónde acomodarse, aunque Hilda habría asegurado sin titubeos el cuarto es pequeño pero el corazón grande. Entonces las paredes se ensancharon, la puerta se formó de un roble macizo y la única ventana dio a un barrio en los suburbios de Kiev. La Madre permanece quieta, pensativa. Un pañuelo amarillo le cubre la cabeza y forma un bulto en el rodete. Eleonora se pregunta si siempre recuerda a ese hijo devorado por la idea o se trata de un estar con el pensamiento a los saltos, aquí y allá, aunque un relámpago en un costado de su mirada, que trata de disimular, y ciertas arrugas donde terminan los párpados le confiesan que él y su causa y su pasión se asoman permanentes, como fantasmas curiosos. Rascolnikov y la tía Julia se observan de reojo. Desde aquella vez que la tía Julia siente debilidad por los jóvenes estudiantes, pero éste es esquivo, no porque sea huraño o desconfiado sino porque parece tener esa introversión dramática propia de los adolescentes rusos. En cambio la Bovary y la Karenina conversan amablemente mientras toman el té, sentadas en sillones de pana. Se llevan bien. Se construyen mutuamente, intercambiándose desafío por exasperación provinciana, aunque de tanto en tanto juegan a las cartas y canjean recetas de cocina. Emma hace el gesto de abanicarse con la mano: le molesta el humo del cigarrillo. Por suerte se ha recobrado desde que conoció a Anna. La notaba desmejorada y había regresado a su semblante esa expresión de aburrimiento y de hastío que Eleonora le conoció en un principio.
Los hombres, en cambio, permanecen solos. El señor Bloom está sentado, tieso, erguido, despegado del respaldo, con los dedos tecleando sobre la rodilla y Eleonora no entiende por qué ha adoptado una posición tan incómoda. Toda su actitud delata que espera a alguien; de vez en cuando mira hacia el horizonte como si aguardase el ferrocarril. Otro hombre se mece en su sillón hamaca y lo observa con un dejo de desinterés. Luego lo abandona y sus ojos se hunden y la mirada se vuelve hacia adentro y la nariz sigue goteando porque desde hace días que no logra desprenderse de ese resfrío y de nada parecen haberle servido el reposo ni las naranjas ni la manta que cae desde los muslos y que le cubre los pies. Eleonora piensa pobre viejo mientras recuerda aquellas páginas amarillentas y deshidratadas que adquirió en una librería de usados y que la acompañó durante una larga convalecencia. Hasta llegó a sentir algo de pena al verlo tan débil y desamparado en la búsqueda de aquel superhombre, pero siempre tuvo el cuidado de no hacérselo notar. No pudieron ser amigos, ni siquiera comprenderse, y sin embargo se amaron.
Y hablando de amor, ellos permanecen cobijados en el rincón de casi todas las noches, en el ángulo de la pared que da a la puerta de calle. El lugar preferido, sobre todo en las temporadas de invierno. Allí Eleonora les puso una cama con cabecera de hierro forjado. Pero eso no parece importarles porque sólo existen uno en el otro. Martín no se cansa de mirarla mientras ella le revuelve el pelo. De tanto en tanto le sonríe y lo hace como un resabio de pudor cuando la mano de Martín vuelve a pasar por los pechos erectos, por la vulva que descansa, escondida entre las piernas. Por un instante cree que Martín está por decirle algo muy cerca del oído, pero termina mordiéndole el lóbulo. Entonces Alejandra gira sus labios a los labios de Martín y se hunden como si quisieran meterse en el cuerpo del otro, tragarse, ser uno en un abrazo de fusión, mezclarse, perder la noción de sí en un intento por recobrarse, comprobar la mentira de los cuerpos, devorarse mientras los labios hablan otro idioma y la lengua se transforma en una babosa que corteja a su compañera en un rito desesperado porque la unión no es posible, porque lo que creyeron fundido conserva su pavorosa, aterradora libertad, y la comunión no es más que un espejismo y el extravío en el otro el más tierno de los embustes. Uno es el sueño y el otro el soñador; ninguno de los dos es real. Y no obstante el amor es cierto. Siempre que su mirada se detiene en ellos siente ganas de llorar.

Hilda está terminando de renovar la tierra de los canteros recostados sobre la pared de la casa. Eleonora permanece de pie, a sus espaldas. Y al verla así, reclinada sobre sus flores, su regadera, sus fertilizantes, siente el impulso de arrimarse y de abrazarla y rogarle que abandone la tierra, las azaleas y los geranios, que no puede verla así, que siga cuando se haya ido, que una avalancha de ternura ha caído sobre ella dejándola absorta, que no le haga esto porque desde que empezó a notarla triste que Hilda decidió arreglar la casa y construir los canteros del lado de la pared norte, único lugar donde los geranios y las azaleas pueden resguardarse del viento y del frío, y sobrevivir, aunque a esta altura de las cosas no están muy seguras de que una pueda sobrevivir sin la otra, pero la vida parece ser eso, Hilda, una continua despedida, llegar, descargar los bártulos y volver a irse, acaso porque no hay resurrección sin muerte, esta continua necesidad de nacer y de extinguirse, de germinar y de apagarse. De partir, Hilda, en un viaje definitivo, porque aunque alguna vez regresase ya nada sería lo mismo. No me colmes de ternura, Hilda, no puedo verte así.
-Alcanzame la palita, por favor.
Al reclinarse junto a ella, Eleonora concentra la atención en esas manos ásperas, cubiertas de tierra, de uñas ennegrecidas y nudillos avejentados, esas manos de renacimiento que se han mimetizado con el suelo, que parecen dominarlo y acariciarlo al mismo tiempo, esas manos de movimientos enérgicos y delicados, manos tan dignas, tan queribles, que Eleonora esconde las suyas entre las faldas como si se avergonzase de ellas.
-Soy una gran egoísta.
Eleonora apenas escucha lo que Hilda dice y apenas percibe el perfil de su cara. Las manos sintetizan a Hilda, son su integridad.
-Por qué decís eso.
-Sabía que este momento iba a llegar, que ibas a irte algún día, y me siento mal. Debería estar contenta, por vos y por nosotros, porque desde allá vas a poder hacer más por todo esto que desde aquí, pero me siento mal, y si de mí dependiese haría retroceder al tiempo para que todo fuese como antes, como fue en un principio, durante todos estos años.
-Todavía falta.
-Eso no importa. Siento que el momento de la despedida es éste. Lo que queda es un estiramiento. Y es curioso cómo los años que pasaron, que estaban tan cerca, tan unidos a nosotros, de repente me parecen tan lejos.
-Creo que me pasa lo mismo.
-No, Eleonora, no es lo mismo los que se van que los que quedan. Vos viniste buscando una transformación y la conseguiste. Lo de afuera es que viniste como maestra y te vas como senadora, pero la verdadera transformación es por adentro. Y es una gran cosa, debemos festejarlo aunque nos duela. Es un egoísmo pero así son las cosas. Estoy apenada. Creo que nunca había tenido una tristeza como ésta.
Y cuando percibe que Hilda se interrumpe para que no se le note el falsete de la voz y que sigue manipulando la tierra para no mostrar los ojos enrojecidos, Eleonora le pasa un brazo sobre los hombros y la atrae, entonces Hilda suelta la pala y también la estrecha con el vigor de sus brazos y sus manos de tierra, y el sol de la tarde las ve llorar juntas y fundidas, igual a dos criaturas abandonadas que acaban de perder lo más amado. El sol y el desierto son testigos.

Ciertamente, mezcla de ángel y demonio fue para muchos cuando anunció a la dirigencia del socialismo 19 de Agosto el abandono de la agrupación para aceptar el ofrecimiento hecho por el justicialismo de presentarse como candidata para la senaduría de la nación, lo que al principio no dejó de inspirar ciertos recelos y que sorprendió aun en Campogrande a quienes recordaban que ése había sido, también, el partido del intendente anterior. Vaivenes de la política.
-te digo que en este país las personas importan más que los partidos y los programas, sinó cómo te explicás
aunque en poco tiempo el traspaso fue olvidado, salvo en el Partido Socialista 19 de Agosto, afectado por una crisis tan profunda que derivó en la extinción de su breve destello político y disolución institucional.
-si aquí cabe cualquier cosa, viejo, por la misma boleta se postulan un conservador y una izquierdista, ¿te das cuenta que en el peronismo no se puede confiar?
Sin embargo, el castigo vino a través de la división del voto y el partido justicialista, con todos los recursos empleados sin mezquindad y con la infraestructura propagandística a su disposición, se encontró con que había ganado la plaza de senador y perdido la gobernación.
-pero decime qué necesidad había de exigirle que se afiliase al peronismo, ¿eh?, qué necesidad. ¿Acaso no hubiese podido ir como candidata extrapartidaria? Pero no, los señores quisieron pegarla al partido para obligarnos a votar por ese hijo de su madre, como si fuésemos idiotas, como si uno fuese a creer que esta mujer y el gobernador piensan lo mismo y son la misma cosa, bien que les salió el tiro por la culata.
Fue un golpe severo para el justicialismo, que ahora tendría que soportar cuatro años de administración opositora en el Chubut. Algo fuera de programa. De todos modos, algunos diarios destacaron
-te lo digo yo, mi viejo, la gente la eligió a ella, únicamente a ella, sinó cómo te explicás semejante cosa, desde que pusieron la elección directa para senador, es la primera vez en la historia de la provincia que se parte boleta. ¿Había pasado esto antes?, no, nunca.

18
Tu último día en Campogrande. Te escurriste entre las despedidas, los deseos de suerte, las congratulaciones, el bizcochuelo de Hilda cubierto de chocolate y con letras de crema feliz viaje senadora, el gesto insólito de Mario rechazando el apretón de Manos y abrazándote con dolor, con toda la perplejidad, tu ausencia, algo que costará creer, y cuando estén dando clase girarán la cabeza hacia la puerta del aula porque por un segundo tendrán todavía la seguridad de verte aparecer. Hilda, por las noches, sentirá la tentación de llamarte que pronto va a estar la cena porque la presencia del ausente es doblemente intensa, porque es igual a la ausencia de los muertos recientes, que todavía están, que no acaban de irse, la sensación repentina de escuchar tu voz, tus pasos. Cuánto se tarda, Eleonora, en incorporar el silencio, el espacio vacío. Y el plato faltante, la silla desocupada, los temas cotidianos que ya no valdrá la pena conversar entre dos, serán aguijones que se clavarán con un dolor casi físico. El aire ya no será el mismo, ni el desierto ni las sombras del atardecer serán los mismos.
Pero te escurriste porque en los últimos momentos del último día querés estar sola, salir a caminar por el pueblo, perderte en la ruta, recorrer las afueras, y debés hacerle una seña a la impaciencia del chofer que con tanta gentileza puso a tu disposición el señor gobernador, y el chofer que termina por resignarse y se refugia en el interior del automóvil, protegiéndose de ese frío que ahora consentís sobre la piel, una mano helada que te acaricia los brazos, que te ciñe los tobillos y pugna por meterse bajo las faldas, que resbala por el cuello y se desliza entre el escote, ese frío, sagrado porque dio identidad a tus días y a tus noches y a los años que viviste en este pueblo, y cuando cualquier brisa inocente vuelva a erizarte, lo recordarás como una marca, una cicatriz que quedó para siempre en la memoria.
Al llegar a la entrada del cementerio algo te atrae, te envuelve con su voz melancólica, apenas un susurro que te hace virar hacia el sendero de ripio, tal vez el impulso de recorrerlo y de sentir tus pasos ahora firmes sobre el pedregullo, los pies habituados a la tierra, al barro, el suelo incorporado, o vos incorporada al suelo, prolongándote en raíces, confundida con las líneas de los árboles y de arbustos que se alzan a lo lejos como un muestrario viviente de tu imaginación. Tarea cumplida. Volver a empezar. Y la voz sigue envolviéndote, se hace más fuerte cuanto más cerca estás del cementerio, casi podés escucharla. Los pies te llevan solos, los pasos no te pertenecen, es la voz que te absorbe, te arrastra hacia ese páramo donde decenas, cientos de voces intentarán hablarte de sus cosas, de lo pobres que fueron, de lo solas que están, olvidadas por aquellos que ya han dejado de honrarlas y de quererlas. No es la primera vez que el rumor de los muertos te musita palabras suaves y delicadas, conocedor de los artificios para seducir a los vivos. Por eso seguís caminando, así, sin apuro, dejándote cautivar, con la vista fija en el pedregal, los brazos cruzados sobre la blusa y el viento que agita a su antojo los bordes del chaleco. Partir es morir. Y ciertamente, este adiós tiene el olor de la muerte. Hasta podría decirse que roza los sentidos, excita las membranas, entra en los pulmones. Pero lo dejás hacer porque contadas veces, como aquella cuando descubriste el puente viejo, has notado ese placer del susurro de los muertos acariciándote el oído, besándote las mejillas, cubriéndote con su manto roído y amarillento, protegiéndote, Eleonora, con esa clase de protección que no es humana, el amparo de las especies y de las cosas, su grito, su apenas reconocible padecimiento. En la pared de la biblioteca apareció una mancha de humedad, se marchitó la madreselva de la ventana, hasta Alejandro permaneció durante días hecho un ovillo al pie de la cama. Finalmente decidiste llevártelo. Y ahora la voz queda de los difuntos que te ruegan, te suplican que no, no nos dejes.
La mayoría de las tumbas son pequeñas, apenas montículos desdibujados, invadidos por pajonales siempre a punto de secarse, por el pasto duro que crece a regañadientes, tumbas identificadas por flores de plástico que perdieron el color y por cruces sin nombre, rotas y caídas a un costado. Son las tumbas de los chicos, la mayoría a poco de nacer. Los angelitos, como les dicen aquí. Asististe a unos diez entierros, hermanos de tus alumnos, y a entierros de tus alumnos mismos. Un golpe de viento acentúa el frío. Debés frotarte los brazos, y al hacerlo pareciera que tu piel se hubiese mimetizado con los cuerpos de quienes duermen un sueño agitado por convulsiones, poblado de pesadillas que se repiten de sol a sol y noche tras noche, condenados a morir una y otra vez, a seguir muriendo sin resurrección. No es cierto que descansen, porque al recorrer el lugar con la mirada lo ves devastado por una guerra no reconocida, repleto de soldados anónimos a quienes por única atención se les concedió mortaja. Del vientre a la tierra y la vida como relámpago.
Un nombre se esfuerza en acudir a tu memoria. Te parece recordar que se llamaba Abel, eso es, Abel Sotomayor, figuraba en el registro. Dónde estará, cuál de los montículos será su huella por este mundo. En el instante de sentir el impulso de buscarlo, desistís de la idea; el viento, las heladas, la arenilla, han borrado casi todas las inscripciones de las cruces. Abel Sotomayor, el de las preguntas que movían a risa, siempre interrogándose sobre las cosas más inverosímiles, una fantasía sin obstáculos para el absurdo y uno de los chicos preferidos de Hilda. Te parece tan reciente todo aquello, y sin embargo fue hace años, esa vez que entre los maestros y la intendencia compraron juguetes para la fiesta de fin de curso, pavaditas, dijo Hilda, sí sí, pavaditas repitió el intendente, con un gesto de satisfacción que lo desbordaba, y también tus ojos tenían un brillo especial, Eleonora, bolsitas con caramelos, muñecos de tela, pelotas de plástico, esos carros de madera que con algo de imaginación se parecían a los camiones de La Transportadora Patagónica S.A. fabricados por el empeño y la paciencia de Mario, pavaditas, pero a los chicos se les hizo un nudo en la garganta y varios recibieron su juguete por primera vez y Abel Sotomayor se acercó para preguntar si los juguetes eran para quedárselos o si después había que devolverlos.
Cómo los recuerdos que golpean se aferran con brazos, dientes y uñas y ni siquiera un bálsamo como el tiempo logra desprenderlos. Las imágenes, tan nítidas. El olor de aquella noche, el silencio del cuarto apenas quebrado por el susurro de los chicos que a su manera respetaban la orden paterna a callarse que su hermano está enfermo, y vos que dudaste en ir porque esas visitas son la antesala del final y se reconocen porque nunca se hacen sino ahí, y entrar en el rancho es lo mismo que invitar a la muerte, arrastrándola tras de uno, pero lo único importante era Abel y vos sabías que quería verte aunque no te hubiese hecho llamar, por eso del respeto a la señorita ¿usté por aquí?, con algo de fingimiento en la sorpresa, con esos ojazos que de pronto se abrieron y recobraron la expresión de la vida, sólo por un instante, hasta que te sentaste en el borde de la cama, le acariciaste la frente despojándosela de unos mechones resecos por la fiebre, lo cubriste con el cuerpo y te dejaste envolver por esos brazos puro hueso, los momentos límite, Eleonora, el nacimiento y la extinción, y yo igual a una idiota diciéndome diosmío, qué es esto, qué significa, como si la muerte tuviese significado, sintiendo que me enriquecía con los despojos de esa guerra, que me alimentaba con la inmolación de tantas y tantas víctimas ofrecidas sobre la piedra de los sacrificios a una diosa no saciada, en una ceremonia donde los hermanitos de Abel jugaban sin meter ruido, los padres no caían desvanecidos por el dolor sino que parecían aguardar pacientemente el fin, y yo inclinada sobre él, abrazándolo también, tomándolo por esas costillas apretadas, los montículos de la espalda, así nos quedamos por un rato, sin decir nada, y cuando supuse que el mutismo era definitivo, que no hacían falta las palabras, te lo preguntó sin tapujos, Eleonora, con la crueldad de los inocentes ¿voy a morir, señorita?, acechando una respuesta que él sabía pero que quería escuchar de tu boca, y por supuesto que no podías traicionarlo con la mentira ni ofenderlo con el silencio dentro de un tiempo vamos a volver a estar juntos y allá en el cielo voy a volver a ser tu maestra y voy a seguir queriéndote como te quiero ahora y Abel se quedó mirándote como si no entendiese. Pero entendía. No había paz en sus ojos sino cansancio, indiferencia, una especie de sopor que se trasmitía al silbido de su respiración. Porque Abel se dio cuenta antes que nadie, con esa sabiduría de los chicos que crecen en el campo y que han visto al perro apartarse a un rincón porque la muerte es una cuestión solitaria, que han descubierto en el fondo de la mirada esa expresión indefinible que se parece a la espera y al renunciamiento.
Siempre te llamó la atención. Por qué no gritan a los alaridos, no patalean, no se aferran a la viga de la cama, a cualquier cosa que los retenga, que no los separe de este mundo. Sólo una vez escuchaste hablar de una reacción contraria, te lo contó Hilda, trabajaba de mucama en un hospital de la costa, no te quieras imaginar lo que era eso, un verdadero martirio, con decirte que no quería ni entrar a ese cuarto, se me paralizaba el cuerpo solamente con oírlo desde afuera, si vos vieras, Eleonora, las cosas que decía, puteaba a la madre, la echaba de la habitación, por qué no te morís vos que sos vieja, por qué tengo que morirme yo, le decía, y yo veía correr a las enfermeras de un lado para otro y me daban ganas de volverme a la cocina, a cualquier parte, y la madre que trataba de abrazarlo, consolarlo, lo embadurnaba de mocos y lágrimas, el pibe le seguía gritando andate mierda, andate, dejame solo, te juro, Eleonora, yo me tapaba los oídos, cómo alguien puede decirle a la madre cosas así. Pero lo que Hilda contaba te llegó por otro lado, la escuchabas sorprendida, casi extasiada, y aunque te pareció el más admirable relato de resistencia a la muerte, no se lo dijiste. Recordaste aquel día cuando viste por la pantalla del televisor una escena de la segunda guerra donde un avión alcanzado por la metralla se deshacía en pedazos y provocaste el escándalo de la familia porque en vez de observar la tragedia de ese pobre diablo que se calcinaba dentro de su cabina, observaste la belleza plástica de aquel avión en camaralenta que se disolvía en el aire, con sus alas, su hélice, su cola desintegrándose en una danza magnífica, revelada y concebida por el horror, como si la esencia de cada fenómeno necesitase recurrir a su espejo para volcar la integridad de su contenido.
De nuevo el impulso de buscarlo. Dónde lo sepultamos, en qué hueco lo metimos. Las tumbas te parecen iguales, unificadas por la miseria y el abandono. Unas pocas se alzan con sus lápidas de mármol, sus plaquetas de bronce, sus cruces erectas e imponentes que parecen reinar en medio de la desolación. Las tumbas de los mayorales, los capataces, los propietarios, hasta de un comisario norteño a quien una pulmonía enterró a dos mil kilómetros de su pueblo. Después de todo, Eleonora, los muertos no hacen otra cosa que hablarte de la vida, y es tan claro, tan directo su lenguaje, que no es posible eludir su sentido, sus voces mudas, persistentes y obstinadas. No es posible dejar de escucharlos. El grito de Abel es su silencio. Abel sin geografía, sin cuerpo porque el cuerpo ha sido recuperado para la tierra, Abel sin nombre porque el nombre sólo vive en la memoria, de repente un día perdida en los confines de una historia demasiado lejana, escindida por el tiempo y por leyes naturales que todo lo renuevan y que transforman a las cosas en nada, un chispazo, un latido del universo. Sin embargo, no hay dolor en vos. Nada más que contemplación, y apenas una tibia melancolía. Cuántas veces te preguntaste si tu piel no se endureció con el viento, si no se curtió con el aire helado de los inviernos, sofocante de los veranos, si los poros no se han ido taponando uno a uno con el polvo de la meseta. Cuántas veces te preguntaste si estos últimos años no te fueron secando el alma.
El viento sigue revolviéndote el pelo y el pelo sigue cruzándose sobre tu cara como algo que flamea deshilachado. La hebilla se ha desprendido y merodeás la vista por el suelo, sin interés. Ha llegado el momento de partir. Es una orden. Le pedís un rato más, sólo unos minutos, que este instante no volverá a repetirse, que es único, irrecuperable, pero la orden no entiende de sentimientos ni de sensaciones. Hay algo en tu historia que empuja, que impide que te detengas, acuden los cuentos del abuelo, las novelas del romanticismo, tus propios muertos que aguardan desde un tiempo remoto el paso adelante, en la oscuridad, un tanteo entre sombras.

2 comentarios:

  1. Hola! Soy una pasajera del ferrocarril Urquiza, y hace algunas horas compré algo de tu arte en el tren que salió de Chacarita a las 21.20hs.
    hs. Te quería decir que me hizo feliz ver a alguien difundir la literatura, y que escribí algo en mi blog acerca de esto. Te dejo el link por si te interesa leerlo prettylonelysoul.wordpress.com (es desde donde publico este comentario)
    Sigámosle dando vida a este hermoso arte que es la literatura, a la cual amo con toda mi alma...

    Belén.

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  2. Al igual que Belén, soy una concurrente pasajera del ferrocarril Urquiza y lo veo todas las noches repartiendo su arte por los vagones, esperando algún día que me sobre algo de la semana para poder comprarselo y disfrutar de ello.
    Hoy tuve la oportunidad de leer uno de sus cuentos ("Raquel") y confieso que me gustó muchísimo, además de hacer el viaje más corto y ameno.
    Soy Actriz y actualmente estudio para Directora de Teatro. Escribí mucho cuando era chica y también tuve la gracia de ver muchos de mis relatos premiados. Como artista y defensora del arte en cualquiera de sus modos, me pone muy feliz saber que hay gente tan talentosa dando vueltas, estudiando e incursionando todavía en esa forma de expresión tan hermosa y verdadera como lo es la escritura.
    Lo quiero felicitar por todos sus reconocimientos (se nota que bien merecidos los tiene) y, por sobre todas las cosas, por el hermoso cuento que me ha hecho leer esta noche. Ojalá pueda seguir encontrándolo y conociendo más escritos suyos.

    Saludos.
    Melisa.

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